“Los estímulos monetarios ya no tienen sentido sin abordar la mejora de la productividad. El crecimiento sostenido, sin inflación, es cosa de todos”.

Fernando G. Urbaneja
Fernando González Urbaneja

Arremeter contra los bancos centrales forma parte del manual de argumentos de los habituales de las excusas y la búsqueda de culpables externos. El chivo expiatorio es un animal muy agradecido y esos banqueros centrales juegan ese papel. Les acusan de actuar demasiado tarde, o también de demasiado pronto; o de pasarse en la receta o de quedarse cortos. No faltan los que llaman a sus responsables torpes, inútiles u otros exabruptos equivalentes. Suele ser gratis ese juicio e incluso goza de audiencia entre gente muy cafetera, incluidos los políticos de receta fácil. El director gerente del Banco Internacional de Pagos (BIS) de Basilea en la entrevista que publicamos en este número sostiene que “la punta de lanza para abatir la inflación corresponde a los bancos centrales, que no deben esperar que otros les hagan el trabajo, tienen que cumplir con su mandato. Y lo están haciendo”. Dos ideas claras: el mandato y su ejecución. El mandato no es otro que abatir la inflación, estabilizar los precios. Porque la inflación es un impuesto que genera inequidad y desigualdad, que complica la distribución de la riqueza.

Es cierto que las políticas monetarias contra la inflación limitan el crecimiento, un efecto de primera ronda, una medicina conveniente para cortar la infección pero que produce efectos adversos en la fase inicial del tratamiento ya que limita el crecimiento, incluso produce recesión. Pero crecer con inflación, sin estabilidad, carece de futuro, solo supone meterse en una carrera para anticipar las consecuencias en la que los más fuertes tienen ventaja. También es cierto que la fase actual de escalada de los precios no tiene sólo (que también) un origen monetario, más bien se trata de un impacto de oferta, por la elevación de los precios de materias primas, fundamentalmente energéticas, activada por la guerra de Putin. Todo ello complica la situación, pero no limita la responsabilidad de los bancos centrales para cumplir el mandato de estabilizar los precios, de abatir la inflación. Un tratamiento que requiere algo de tiempo y credibilidad.

Un punto a favor de los banqueros centrales es que disponen del aparato analítico y de información más profesional y experimentado. Se equivocan en sus predicciones, lo cual entra en el campo de lo probable ya que pronosticar es muy arriesgado, pero su marco y sus herramientas de análisis son las mejores, son las que sirven a los demás, incluidos los que les critican con más fervor. Sus decisiones son colegiadas, discutidas, finalmente explicadas y las más de las veces previsibles si son leales al mandato. El director del BIS dice que los bancos centrales no pueden ir mucho más lejos de lo que ya han ido, que hay que debatir sobre las políticas de oferta; los estímulos monetarios ya no tienen sentido sin abordar la mejora de la productividad, la eficiencia de los sistemas productivos, a los que hay que añadir resiliencia, sostenimiento de las cadenas de suministros. El crecimiento sostenido, sin inflación, es tarea de todos; desde luego de los bancos centrales, pero también de los gobiernos y de los empresarios, los inversores, los innovadores y los trabajadores. El objetivo de estabilidad debe ser compartido para que sea eficaz.♦