“En vez de multiplicar las explicaciones se reclama un ejercicio de fe, bajo la presunción de que el ejercicio público es per se bondadoso, a diferencia de la perversa codicia privada”
Muchos no tienen todavía claro si la nueva o medio nueva normalidad, tan anunciada durante los primeros meses de la pandemia, ha llegado ya. Sí es constatable, en cambio, que tanto si formaba parte, como si no, la incidencia del Estado –otros hablan de injerencia– está aumentando desde que el virus puso todo patas arriba, camino de tres años ya. Que la presencia pública se expanda se puede considerar bueno o malo, pero no neutral. De ahí que pudiera ser conveniente reflexionar más sobre la calidad de su variopinto desempeño, la idoneidad de sus estructuras y las palpables asimetrías –privilegios– frente al resto de la sociedad. Cuando eclosiona la crisis es lógico volver los ojos hacia el Estado porque para eso está. Desde que comenzó el siglo llevamos ya dos y media: el colapso financiero (2008-10), la Covid 19 (2020-?) y el descontrol en los mercados energéticos, más agravado que provocado en primera instancia por los impulsos bélicos de Vladimir Putin. No es raro, pues, que se haya invertido radicalmente el repliegue público que dominó el último tercio de la anterior centuria. Lo mismo ha ocurrido con el volumen global de deuda viva de los estados; el caso de España no es único, aunque sí relevante que la haya aumentado casi un 50 por 100 en década y media. No puede sorprender que, ya que vamos a tener más Estado, convenga que sea bastante mejor. Margen, sobra.