La monetización del déficit, disfrazada de operaciones de mercado abierto, siempre ha sido moneda corriente, más en momentos de fuerte desequilibrio de las cuentas públicas

JP Marín Arrese
JP Marín Arrese

Se ha acogido con generalizada satisfacción el anuncio de Jerome Powell en Jackson Hole de iniciar a finales de año una progresiva eliminación del programa de compra de activos, expresión más visible del ‘quantitative easing’ practicado como remedio de emergencia para salvar las dos últimas crisis. Unos, por ver culminada su obsesión de enterrar un método tan heterodoxo en vigor durante casi una década, recuperando así la denominada normalidad monetaria. También como preludio del vigoroso endurecimiento que reclaman para cortar de raíz una inflación que alcanza ya los niveles más elevados de los últimos trece años. Otros con alivio al retrasar esta medida las subidas de tipos a un futuro inconcreto. Con todo, el camino de vuelta resultará más complejo de lo que se anticipa. Ya lo intentaron sin éxito sus predecesores, obligados a renunciar ante la desestabilización de las economías emergentes por la masiva huida de fondos hacia el dólar. Aunque la Reserva Federal subraye que sus decisiones únicamente obedecen a consideraciones nacionales, provocar turbulencias globales no constituye la mejor receta para preservar la economía doméstica.

De entrada, resulta engañoso pretender asimilar la normalidad a la utilización de los tipos como única herramienta. Operar un retorno a esos tiempos dorados en que bastaba una simple advertencia o insinuación de los banqueros centrales para mover el crédito en la dirección deseada se antoja una utopía. Aunque se renuncie a adquirir títulos en cuantías mensuales predeterminadas, resultará obligado seguir interviniendo en el mercado de deuda. No en balde, la Reserva Federal siempre ha jugado un papel de garante de último recurso de los bonos del Tesoro. Casi tanto como el ofrecido a los billetes que emite.

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