La fortaleza de la economía USA permite a la FED ampliar su compás de espera hasta ver que ha doblegado del todo a la inflación. Europa no puede permitirse ese lujo.
Los banqueros centrales suelen resistirse a modificar el rumbo, por muchas evidencias que se acumulen justificando el cambio. Temen, con razón, acabar operando bandazos con el consiguiente daño reputacional que implica, en un ámbito tan crítico, dar pasos en falso. Alan Greenspan elevó a categoría de mito esta renuencia a dejarse arrastrar por la coyuntura resistiendo, una y otra vez, la presión de sus colegas del FOMC que le acuciaban a reaccionar en caliente. Su pleno dominio de las tablas le permitió convencer al mercado de efectuar ajustes por su cuenta, sin que la Fed se moviera. Demostró que, en el manejo de la política monetaria, importa casi más resultar creíble, a fuerza de autoridad y capacidad de persuasión, que la propia adopción de decisiones. Bien es verdad que el éxito de la deliberada inacción que practicó Greenspan se benefició de un contexto económico de relativa calma, bien distinto al vertiginoso panorama de la última década. Aun así, esas dotes también resultan valiosas cuando arrecia la tormenta, Draghi impartió toda una lección cortando de raíz la especulación que corría el riego de desintegrar al euro con sólo afirmar que lo defendería con todos los medios a su alcance.