“La actualidad discurre de sobresalto en sobresalto, desmintiendo crudamente el tiempo tranquilo que se anunció. Así que el ánimo se trastoca, acaso con exageración”.
Nunca ocurre lo que esperas, suele suceder lo que temes. Muchos creerán que es justo lo que define la parte ya transcurrida de este siglo, en tantos aspectos distinto a como lo imaginaban en los últimos meses del anterior. Aunque quizás decirlo así no sea del todo exacto porque parte de lo ocurrido ni siquiera se había llegado a temer. El XXI pintaba bien y, a decir verdad, arrancó mejor. Migrar de milenio no fue apocalíptico y la generosidad colectiva evitó hacer sangre con los frustrados apóstoles del caos informático, el desplome de los servicios –ni los semáforos se apagaron– y quién recuerda cuantas otras formas de dramática convulsión. Al encarar el tránsito, un optimismo bastante extendido presumía el advenimiento de un porvenir libre de incertidumbres y garantizada prosperidad. O eso se quiso creer. La vida personal iba a durar más años, la economía tenía que seguir creciendo, la tecnología iba a ser capaz de arreglarlo todo, el Estado iba a proteger más y mejor, y la democracia, con su consecuente catálogo de derechos y libertades, estaba asegurada como modelo predominante. La guerra quedaba como batallita de abuelos o temática para historiadores y nostálgicos, igual que las plagas bíblicas, la inflación, los tipos de interés de dos dígitos, el proteccionismo, la autarquía y los sistemas de no mercado… Tal era la visión en el considerado mundo desarrollado, civilizado y a salvo de adherencias sub.