Cuando la crisis es de oferta, encarecer el crédito y desalentar la inversión lejos de contribuir a atajar el actual desajuste, lo acentuaría.

JP Marín Arrese, economista
JP Marín Arrese

Todo empezó en la primavera del pasado año al elevarse la inflación en los Estados Unidos por encima del objetivo que sirve de benchmark para la política de tipos practicada por la Reserva Federal. Jerome Powell restó importancia a este fenómeno, calificándolo de mero ajuste pasajero. No obstante, para curarse en salud, se modificó el objetivo sustituyendo su anterior carácter fijo por un enfoque simétrico que permitía compensar las fases de superación del mismo con el prolongado período en que los precios se habían mantenido en niveles inferiores. Se pretendía, así, evacuar el problema que implicaba quebrar las propias reglas, ampliando a voluntad la diana para no errar en el blanco. Una solución pragmática que parecía inspirada en Groucho Marx cuando sentenció: “estos son mis principios y, si no le gustan, tengo otros”. ¿Era razonable practicar este ejercicio de auténtica prestidigitación? La respuesta sólo puede ser afirmativa. Nada justificaba endurecer la política monetaria, con el riesgo de frenar en seco el incipiente crecimiento. Menos, por un encarecimiento transitorio fruto de la recuperación de la actividad congelada por la pandemia. En un proceso de rauda vuelta a la normalidad tras tamaña hibernación forzosa, cabía esperar buscar una elevación de los precios de las materias primas y su traslación a los distintos niveles de la escala de valor. También resultaba evidente la distorsión provocada en los registros de la inflación por la anormal base de comparación del año precedente. Añádase el caos en las cadenas de suministro, fenómeno cuya duración e impacto encierran todavía hoy notables dosis de misterio. En suma, un haz de motivos que invitaban a mantener la calma y el rumbo, confiando en que se diluyeran progresivamente sus efectos.

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