“Es particularmente reprobable la cerrazón de muchos gobiernos, el español incluido, a propiciar una evaluación profesional, rigurosa e independiente, de todo lo hecho, y lo dejado de hacer”
A la vez que seguimos atentos a la tasa de incidencia y las cifras de hospitalizados y fallecidos, escasean o son dudosas las respuestas a preguntas cruciales en toda crisis: ¿qué está pasando?, ¿cuánto va a durar? Resulta fácil responder que sufrimos una pandemia, pero no está claro que sepamos suficiente del cómo y por qué de cada respuesta elegida para hacerle frente, y aún menos del recorrido que resta ni de las consecuencias que vayan a derivar. El abanico de juicios, opiniones, valoraciones y pronósticos es tan contrapuesto que activa otros interrogantes: ¿con qué quedarnos?, ¿a quién creer? Las discrepancias no son de matiz, lo que sugiere que alguien, quizás más de uno, está faltando a la verdad. La verdad. Más allá de su valor intrínseco en términos de decencia y honestidad, en períodos de crisis cobra una relevancia especial; no manejada de cualquier forma, sino ajustada a la formulación procesal anglosajona: la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. En democracia es la prueba del algodón. Y por ahora, por aquí no hay mucho que sea esperanzador. La un tanto cruel incertidumbre asociada al maldito virus –va para dos años– discurre complicada, si no agravada, por agudas divergencias sobre la situación, informaciones escasas, cuando no contradictorias, y falta –¿pereza?– de pedagogía para orientar y concienciar a la sociedad. Al drama humano asociado al maldito virus, con pérdidas vitales irreversibles y secuelas persistentes sin determinar, se añade no poca dificultad para atinar las repercusiones socioeconómicas y su alcance final. No está claro que nos estén contando toda la verdad.