“Se ha elegido el camino más tortuoso y menos eficaz para aprovechar esta oportunidad histórica. La experiencia puede acabar como el cuento de la lechera”
A estas alturas, sólo el Gobierno parece mantener una fe ciega en que la economía española crecerá como un tigre asiático en época boyante. Nada menos que por encima del 7 por ciento este año y elevados registros futuros. ¿Está justificado tanto optimismo? Cabe ponerlo en duda. Si se ha logrado recuperar buena parte de lo perdido en el profundo bache de actividad provocado por la pandemia, nada invita a presagiar que la actividad se acelerará en el futuro. Los cuellos de botella en las cadenas de suministro y la producción gravitan sobre los precios y repercuten negativamente en la capacidad de expansión. Se nos dijo hace tiempo que pronto se normalizaría la situación, por generación espontánea. Pasan los meses y subsisten los desajustes. También se predijo corta vida a una inflación que alcanza cotas nunca vistas en decenios. Ahora se reconoce que persistirá bastante más, sin que se alcance a pronosticar su recorrido. Un fenómeno que pesa ya como una losa afectando al consumo, principal motor de la demanda, al reducir la renta disponible de los hogares. No deja de constituir una nueva halagüeña para los más endeudados, tanto públicos como privados, que observan cómo se evaporan sus pasivos en términos reales. Tampoco inquieta en demasía a quienes son capaces de trasladar los superiores costes incurridos en los precios de venta de sus productos. Pero la economía, en su conjunto, se resiente de un encarecimiento generalizado que discurre fuera de control. Con el agravante de que bien poco se hace para domeñar esta alza en flecha de los precios. Al menos, nada se prevé desde el Ejecutivo para tratar de ponerle coto, más allá de paliar algo su efecto sobre pensionistas y asalariados de más bajas rentas. La inflación constituye siempre la tributación más injusta, y más si no se actualizan las bases imponibles.