Los lógicos debates en todo Ejecutivo los traduce éste en públicas polémicas ajenas a lo que el universo civilizado entiende por una coalición, y eso erosiona la imagen del país.
El principal papel de cualquier gobernante consiste en transmitir confianza. Sin ella, las políticas que promueva carecen de auténtica eficacia. El actual Ejecutivo nació con evidentes rémoras para aprobar esta crucial asignatura. Su socio morado no tardó en practicar una sistemática oposición al gobierno que teóricamente apoyaba. Pudo pensarse que la salida de Pablo Iglesias y su sustitución por Yolanda Díaz remediarían este entuerto. En su lugar, la pugna interna entre el aparato de Podemos y su cabeza de cartel, ha provocado una fragmentación y tendencia al filibusterismo todavía mayor en el seno del Gabinete. Al menos, el ex-Vicepresidente Primero tenía algo más de oficio que la ministra Belarra. El alboroto a través de tuits y declaraciones intempestivas a cuenta de quién se sienta en la mesa para negociar la reforma laboral ha constituido un ejercicio nada edificante. Resultaría anecdótico de haberse dirimido de puertas adentro. Expuesto a plena luz del día revela un escaso sentido de la responsabilidad. No ha sido el único episodio desconcertante. Qué decir de la apresurada incursión en el mercado eléctrico, primero negada por imposible y luego realizada por las bravas bajo la presión del coro intervencionista. Al margen de errar en el diagnóstico, al ignorar que el problema se centra en la perpetuación contra natura de las tarifas reguladas, ni se reparó en el daño infligido a la confianza inversora en nuestro país ni se cayó en la cuenta de que el principal reto consiste en suministrar luz a las empresas al menor coste. Disponer en Europa de una electricidad cuyo precio para clientes industriales dobla el de Estados Unidos y China explica, junto con otras carencias, nuestra creciente pérdida de competitividad.