Al ignorar los problemas concretos y embarcarse en la aventura de la transformación ecológica y digital (2/3 de los fondos), Bruselas persigue quimeras, una vez más

JP Marín Arrese
JP Marín Arrese

El plan europeo, tildado en su día de pócima milagrosa para superar el profundo bache provocado por la pandemia, duerme todavía el sueño de los justos. Se esperan las primeras remesas para después del verano si no surgen contratiempos y retrasos. Fenómeno habitual a juzgar por la experiencia. Contrasta esta demora con las ingentes inyecciones de gasto ejecutadas al otro lado del Atlántico. Por no hablar de las diferencias abismales en las cuantías movilizadas. Así se explica que, una vez más, Estados Unidos tras reaccionar con celeridad experimente una reactivación más que notable. Mientras el marasmo persiste en nuestros pagos, las expectativas de inflación muestran allí una sostenida tendencia al alza. La mejor prueba del algodón para certificar una recuperación que cobra cuerpo día a día. A diferencia del BCE que prosigue plácidamente su política de dinero barato, la Reserva Federal afronta el dilema de cómo manejar unos tipos reales a largo crecientemente negativos. La pugna de Jerome Powell con los mercados ilustra hasta qué punto la actividad ha recobrado su pulso. Que los inversores cuestionen una política monetaria a la zaga de la curva de tipos, constituye señal inequívoca de vitalidad. No existe peor síntoma que nadie se tome la molestia en especular contra el banco emisor, como ocurre en Europa.

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