Guerras y catástrofes hay y hubo siempre: el ser humano carece de habilidades como evitar conflictos y prever calamidades. Entre sus indecibles tragedias, lo peor son las víctimas, ante todo los niños, débiles e indefensos. Según diversas organizaciones humanitarias, al menos 12 millones de menores de cinco años se encuentran severamente malnutridos ahora mismo, en inminente peligro de muerte, en Yemen, Birmania, India, República Democrática de Congo, Sudáfrica, Pakistán o la Amazonía. La dedicación de médicos y voluntarios resulta insuficiente siquiera para paliar el desastre, agravado, obvio es, por la pandemia que asola el Planeta.

Afirman quienes saben que un diminuto cuerpo infantil postrado por el hambre no llora: no puede malgastar su escasa energía en lágrimas; debe destinar cada caloría a mantener sus órganos en funcionamiento. De modo tan atroz murió Abdo Sayid, quien con cuatro años sólo pesaba 6,5 kilos, junto a otros 85.000 niños en campos de refugiados yemeníes, la mitad de cuyas instalaciones sanitarias fueron destruidas o desmanteladas. Si la crisis económica anterior contrajo drásticamente las partidas presupuestarias destinadas por los países industrializados a cooperación y acción humanitaria, el coronavirus ha pulverizado la solidaridad internacional. Se expande la miseria. La ideología de la Administración Trump suprimió las aportaciones de EEUU a diversos organismos multilaterales y dejó pudrir numerosos focos de tensión; y mientras el nuevo presidente, Joe Biden, parece dar pasos en contrario, las bombas no cesan de caer, las minas antipersona continúan estallando y se multiplican las necesidades de asistencia alimentaria y hospitalaria a poblaciones que carecen hasta del derecho a soñar su propio futuro, con sus hijos tan debilitados que ya no pueden ni llorar.

Se comprueba que el nuevo milenio no cambió al ser humano. Inundados de tecnología, no somos mejores que ochenta años atrás. La grave situación de este mundo nuestro requiere un rearme moral, reafirmar, con esperanza y determinación, la fe en las personas, consolidar de modo efectivo los ideales de paz, concordia, progreso y libertad. No miremos para otro lado. Está demostrado: imposible aislar la desgracia en una frontera. Cada vida vale tanto como la propia.