Desde que el general Tito, futuro emperador de Roma, tomó Jerusalén en el 70 hasta la creación del Estado de Israel en 1948, el mito del «judío errante» alimentó el imaginario colectivo de la sociedad occidental. Injustas expulsiones y terribles pogromos atestiguan el crudo hostigamiento padecido en toda Europa por un pueblo rechazado colectivamente por «asesinos de Cristo». Casi veinte siglos de vejaciones y persecución, durante los cuales su raza vagó insegura, discriminados su credo y su cultura. El vesánico ensañamiento del nazismo alertaría a la Humanidad sobre los peligros de la eterna culpabilidad, inaugurando una era de tolerancia que, al parecer, toca a su fin.

En 1950 nació el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en respuesta a tal desafío. Finalizada la IIGM, había que proteger a millones de huidos; gente sin culpa que lo había perdido todo para salvar su vida y conservar la dignidad. Se suponía que los ‘malos’ eran los intolerantes, no los perseguidos; hoy es al contrario: países democráticos obstaculizan cuanto pueden el derecho de asilo; leyes de extranjería restrictivas, documentos de viaje que estigmatizan más que amparan. El presidente estadounidense Donald Trump lideró la doctrina inculpatoria, y desempolvó un subterfugio perverso: desviar a terceros países «seguros» a los migrantes agolpados en las fronteras. Posibilidad contemplada en convenios internacionales, cuyos requisitos obvian sus corifeos: garantía de derechos sociales y vínculo cercano entre la víctima y ese tercer país.

Desde 2021, los gobiernos de Reino Unido y Dinamarca planean endosar a Ruanda –’experta en migraciones’ tras el genocidio de 1994– a sus solicitantes de amparo. Otros países europeos ven tal propuesta como solución al problema migratorio. Idea que, para Amnistía Internacional, supondría un peligroso precedente: dejación de responsabilidades y merma en la protección de las personas perseguidas. «Cualquier intento de trasladar a Ruanda a solicitantes de asilo que llegan a Dinamarca sería no sólo inadmisible, sino potencialmente ilegal». La frontal oposición de ACNUR y de la Comisión Europea tampoco surte efecto. Al menos hasta ahora.♦