Existen movimientos más o menos amplios de oposición interna a un rearme o a participar en agrupaciones de defensa mutua, a que nuestro país “dilapide” recursos sociales para guerras “imaginarias”. Pero el pacifismo a ultranza debe reconocer un límite cuando el precio a pagar es un régimen político autoritario.
TRISTES GUERRAS, si no son las palabras… escribía nuestro poeta en medio de la guerra que le toco vivir. Los capítulos de la historia universal son reflejo de invasiones y choques sangrientos que enfrentan pueblos contra pueblos. Durante siglos, hubo pensadores conmovidos por el espectáculo de ambición, destrucción y sangre, que se esforzaron por distinguir unas guerras de otras, por encontrar algún sentido a términos como “guerra justa” o “guerra en legítima defensa”. Y en muchas guerras se destacan individuos o grupos opuestos al belicismo como cuestión de principio, y dispuestos a rehuir una participación personal fusil en mano, aunque sí a contribuir como sanitarios en servicios de primera línea. Pero también existen movimientos más o menos amplios de oposición interna a que un país se rearme, modernice sus instalaciones y recursos militares o participe en agrupaciones de defensa mutua con otros países: en apariencia se trata de posiciones de principio, opuestas a que nuestro país alimente un grupo de poder militarista y dilapide recursos sociales para guerras “imaginarias”.