“La respuesta institucional a la pandemia ha mostrado los efectos prácticos, no precisamente elogiables, de la dispersión, concepto muy diferente al de descentralización”
Va de suyo que repensar no equivale a deshacer, desandar o, según el vocabulario soberanista, recentralizar. Sino a analizar, seria y desapasionadamente, qué ha fallado, y qué convendría mejorar para que todo el entramado institucional, en su conjunto, contribuya mejor de lo que viene haciéndolo al bienestar y el progreso de la sociedad; incluido, como ha sido el caso, hacer frente a situaciones de excepcionalidad. Una primera razón -no baladí- es puramente financiera. La pandemia ha movilizado y va a seguir movilizando una cantidad nada despreciable de fondos públicos, disparando las cifras de endeudamiento muy por encima del Producto Interior Bruto (PIB). Y, aunque a menudo no lo parezca, las deudas gravan -limitan- las disponibilidades de gasto, antes o después. Renace, en consecuencia, el fantasma de la austeridad y sería deseable que esta vez las restricciones no dejaran al margen el magma burocrático de las administraciones, horadando en busca de ahorros -posibles y sobre todo necesarios-, tanto en términos de eficiencia como de estricta utilidad. Se debería imponer algo equiparable a un supuesto cero, añadiendo al dogma de gastar menos -poco viable en la práctica- el presumidamente más asequible de gastar mejor. Prioritario, aunque no exclusivo, se antoja articular un sistema de financiación acorde con el escalado competencial. Los que se han venido organizando desde 1979 han resultado a cuál peor.