“También es llamativa la resignación del empresariado a la hora de defender su posición y salir al paso de la inconsistencia de esos argumentos”.

Fernando G. Urbaneja
Fernando González Urbaneja

No es algo nuevo. Colocar a los empresarios exitosos y los beneficios empresariales como blancos del debate político electoral ha formado parte de la agenda de no pocos partidos políticos, especialmente de los más extremos, tanto a derecha como izquierda. La novedad ahora en España es que el presidente del gobierno y del partido socialista asuma ese argumento como uno de los ejes de su relato. Lo hizo cuando sus compañeros le descabalgaron de la dirección del PSOE y lo ha seguido haciendo al frente del gobierno. Ninguno de los jefes de gobiernos europeos con los que se codea cada semana ha incorporado esa posición a su discurso. El comentario de que si los presidentes de las principales empresas españolas se manifestaban en contra de su política (algo que no es cierto) es señal de estar acertando, resulta, cuando menos, estrambótico. Pudo haber sido un exceso de mitin, pero lo ha reiterado de una u otra forma y en distintos momentos como para concluir que forma parte de su cuerpo doctrinal, por llamarlo de alguna manera.

Cabe pensar que se trata de mera retórica, palabras que se lleva el viento; pero hay datos suficientes para concluir que el actual gobierno es el más hostil durante la etapa constitucional a lo que podemos denominar “comunidad de los negocios”. No son pocos los sesgos intervencionistas verbales y reales (control de alquileres, de precios, de beneficios…) que recuerdan medidas del primer franquismo, el más autárquico y castrense. En el argumentario gubernamental, más acusado en Podemos y demás socios, pero muy complaciente en el socialismo dirigente, hay dos mantras tópicos: el recelo a lo grande y el rechazo del beneficio. Que el entorno de Podemos asuma ese discurso forma parte de lo previsible; que lo haga el PSOE, que ha gobernado más de la mitad de la fase democrática, parce más llamativo, más inconsistente. Quizá no hay que darle mayor trascendencia: palabras vanas, calentón electoralista, demagogia de mitin, pero los hechos acreditan que van más allá eso y que se concretan con un marco legislativo crecientemente hostil hacia el empresario y a la obtención de beneficios.

También es llamativa la impotencia o la resignación del empresariado a la hora de defender su posición y salir al paso de la inconsistencia de los argumentos de sus críticos. La ligereza con la que se manejan cifras sin colocarlas en su contexto es asombrosa. Grandes beneficios de grandes empresas criticados sin tener en cuenta los órdenes de magnitud son desacreditados y condenados sin reparar en el destino de esos beneficios, ni siquiera en su origen y obtención. Beneficios legítimos, justificados, coherentes que dejan de serlo para ser juzgados como excesivos, codiciosos, insolidarios por un simple prejuicio preñado de ignorancia. Quizá ese discurso rinda algún rendimiento electoral, pero no es seguro. Es un discurso más apasionado que razonable, más engañoso que certero, más inútil y retrógrado que constructivo e ilusionante. También puede ser que sirva para tapar otras miserias.♦