“La política económica a ambos lados del Atlántico sigue más atenta a evitar que flaquee el crecimiento, resignada a asumir un periodo convulso de precios por las nubes”.
Nada importa tanto como contener la inflación por todos los medios. Ya apuntaba maneras a lo largo del pasado año sin que nadie se mostrara dispuesto a tomar cartas en el asunto. Tanto la Reserva Federal como el Banco Central Europeo minusvaloraron un fenómeno tildado de transitorio. No fueron los únicos. Todos los observadores lo achacaban a los inevitables cuellos de botella y desajustes de la oferta para adaptarse a una demanda espoleada por una vertiginosa recuperación y el desembalse del ahorro acumulado durante la pandemia. Sólo cuando se recrudecieron las alzas de precios a finales del pasado año, se empezó a reconocer que no se trataba de un impacto pasajero. Aun así, se tardó en reaccionar. Mientras se deshojaba la margarita, irrumpió la grave crisis de suministros provocada por la invasión de Ucrania y las severas sanciones adoptadas contra Rusia. La llamarada en las cotizaciones de numerosos productos primarios y, en particular, de la energía alejaron definitivamente toda perspectiva de un ajuste suave de los precios. Si persistía algún margen de duda, los alarmantes registros de marzo han forzado una respuesta a todas luces tardía.