La llamada ‘reconstrucción’ entraña un desafío crucial, hacerlo bien o mal. Y lo que se empieza a apreciar es un batiburrillo de ideas y propósitos ideologizados.
Nueve meses después de que un desconocido bichejo -bautizado SARS Cov2- pusiera todo patas arriba, demasiados ciudadanos no entienden el errático y variopinto vaivén de medidas -prohibiciones- que las autoridades van imponiendo frente al avance descontrolado de la infección. Les cuesta porque siguen siendo más las preguntas que las respuestas, tanto sobre lo ya pasado y lo presente, como referidas al porvenir. No ayuda desconocer quiénes son o qué hacen esos científicos y expertos que -se asegura- están avalando desde el principio todas las decisiones: ¿si existen, por qué se ocultan? Para la mayoría que acata cuanta disposición se encadena, es difícil aceptar que se señale al ciudadano como principal culpable de la extensión de la pandemia por no cumplir las normas, pasando por alto que su eficacia no se evalúa y han ido variando, en muchos casos de forma contradictoria. Ha habido, es verdad, conductas sociales reprobables, pero no mayoritarias: reñir de forma genérica, y aún peor, exclusiva, suena a pobre recurso para salir del paso y tiene algo injusto, habida cuenta de que, a menudo, ha sido casi imposible saber con claridad qué estaba permitido y qué no; la disparidad de estrategias territoriales, los anuncios de última hora y las frecuentes rectificaciones han despistado, más que guiado a la población. Y, por si fuera poco, los ciudadanos se han sentido sujetos pasivos de un enconamiento político que iba a más, echándose muertos e infectados recíprocamente o debatiendo de forma estruendosa asuntos ajenos al drama socioeconómico-sanitario que toca afrontar. Ya inmersos en plena segunda ola, siguen faltando una imprescindible valoración y el consecuente reconocimiento de qué ha funcionado y qué no; es decir, un poco de autocrítica y menos esgrimir como amenaza un segundo confinamiento total para que los que se portan mal -minoría- se porten bien. Es inevitable sospechar que se haya optado por lo más drástico, en lugar de explorar otros mecanismos de gestión; algo así como eliminar el uso del coche para reducir los accidentes de tráfico.