“Que crezca el PIB pero no la renta per cápita ni la productividad que hace posible un crecimiento sostenido y saludable, es insuficiente y produce frustraciones”.

Fernando G. Urbaneja
Fernando González Urbaneja

Entre las razones del fracaso demócrata en las elecciones norteamericanas, la situación económica (los precios de la cesta de la compra) figura en la lista prioritaria. También la inmigración, aunque es un tema recurrente desde hace años. En principio la evolución económica supone un dato contrafactual, ya que la economía estadounidense durante el mandato Biden ha tenido un más que razonable desempeño, sobre todo comparado con todas las demás. Buen dato de crecimiento y el desempleo en cotas mínimas, casi técnicas; desde luego mucho mejor que Europa que es el otro área preferente de comparación. Pero no ha sido la opinión dominante en un amplio sector del electorado, sensibilizado por las tasas de inflación del pasado año y su impacto en la cesta de la compra. La cuestión no es ahora, tampoco en Europa, el nivel medio de renta y su crecimiento, sino la distribución y la creciente desigualdad entre ricos y pobres. ¿Quién obtiene los mayores niveles de renta? Sobre todo, cómo evoluciona el poder adquisitivo de las familias e individuos con niveles medios y bajos de renta. Especialmente la percepción de esas personas, que suponen millones de votantes. El análisis de las aspiraciones y sentimientos de los ciudadanos en términos económicos requiere datos más desagregados y elocuentes que las medias nacionales o regionales de crecimiento. Requiere análisis más profundos sobre las aspiraciones y las expectativas de las familias. Hay que descender a nivel de barrio, de edad, de grupo social para llegar a conclusiones más finas y fundadas que las que aportan medias nacionales.

No solo en los Estados Unidos, también en Europa y, en concreto, en España. Aquí la economía va bien, en términos generales y medios. Pero va bien por barrios: les va mejor a los pensionistas que han mantenido su capacidad adquisitiva, aunque haya sido mediante un aumento peligroso e imprudente de la deuda pública; pero no va tan bien a los jóvenes con (o sin) empleo, con demasiada precariedad y con un problema agobiante por el encarecimiento de los alquileres de sus viviendas de emancipación. No les va tan bien a los numerosos emigrantes residentes que pasan más de tres años para conseguir “papeles” que les permiten ser ciudadanos reconocidos con derechos y obligaciones. Que crezca el PIB global pero no la renta per cápita ni la productividad que hace posible un crecimiento sostenido y saludable, es insuficiente y produce frustraciones que acaban aflorando por cualquier sitio y que son el mejor caldo de cultivo del populismo.

Las políticas sociales tratan de corregir desigualdades, pero tropiezan con problemas de eficiencia y eficacia, con deficiencias en cuanto a evaluación y seguimiento; porque sobre el papel se promete mucho, pero en la práctica se concreta poco por errores de diseño y, sobre todo, de seguimiento y corrección. Las políticas de austeridad y ajuste tras la crisis del 2008-11 no estuvieron bien diseñadas, erraron en el recorte de inversiones en bienes públicos (una de las causas de los desastres ambientales y climáticos) y en la garantía de servicios públicos esenciales. También en la pedagogía de las explicaciones necesarias ante las situaciones de crisis.♦