Desengáñate; lo que este país necesita es otra guerra civil, pero que esta vez ganen los buenos”

José Bergamín a Fernando Savater, hacia 1982
(F. Savater: Mira por dónde. Autobiografía razonada, Madrid, Taurus, 2003, p. 339)

“La ‘Ley de Memoria Histórica’ respondía a un loable empeño (…) y a una doble estrategia (…). Por un lado, crear un debate permanente sobre el pasado que obligara a la derecha a defenderse de acusaciones, más o menos explícitas, de connivencia con el franquismo y, por otro, alentar un antifranquismo retrospectivo que sirviera de espacio de entendimiento con sectores políticos tradicionalmente muy alejados del PSOE, desde el independentismo catalán y vasco hasta IU y sus herederos, y constituir con ellos un bloque parlamentario estable que en el fondo no sería otra cosa que una coalición negativa contra el PP”.


Texto: Juan Francisco Fuentes
Catedrático de Historia Contemporánea en la U. Complutense de Madrid.
El texto puede descargarse íntegro en: circulocivicodeopinion.es


“Remembering civil wars was always a risky business”, afirma David Armitage en su libro Civil Wars. A History in Ideas (2017). Su estudio sobre la guerra civil y el imaginario construido en torno a ella muestra la reiteración de una serie de factores en la forma de recordarla y superarla en distintas épocas y civilizaciones. Una de esas constantes históricas es la creencia de que las guerras civiles generan espirales de violencia y resentimiento que pueden resultar interminables si no se cortan a tiempo. De ahí –recuerda Armitage– el carácter indigno que los romanos atribuyeron a las “pestifera bella civilia”, guerras sin triunfos ni gloria, en palabras de Lucano; una maldición para las generaciones futuras, según Horacio. Por eso, en opinión del estoico Tito Labieno, “olvidar es la mejor defensa contra la guerra civil”. Esta visión del fenómeno como una calamidad inigualable que se retroalimenta por el recuerdo influyó poderosamente en el pensamiento político de la Europa moderna, como indica el hecho, señalado por el propio Armitage, de que entre 1450 y 1700 de las diez historias más leídas de la Antigüedad grecorromana, cinco versaban sobre las guerras civiles en Roma.


“En opinión del estoico Tito Labieno ‘olvidar es la mejor defensa contra la guerra civil’. Esta visión del fenómeno como una calamidad inigualable que se retroalimenta por el recuerdo influyó poderosamente en el pensamiento político de la Europa moderna”


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Entre el olvido y la memoria: un largo debate sobre la tiranía y la guerra civil

Con la tiranía ocurre algo parecido, si bien en la reflexión sobre su origen, sus males y su posible remedio la experiencia de la Grecia clásica prevaleció sobre la tradición romana. Ambos casos coinciden, no obstante, en hacer de la memoria –una memoria selectiva, profiláctica– un factor clave en una política preventiva que debía impedir la reincidencia en la tiranía y la guerra civil. Así, tras el fin del régimen de “los treinta tiranos” implantado en Atenas el 404 a. C., la democracia restaurada concedió una amplia amnistía –la primera de la historia, según Nicole Loraux– e impuso la obligación cívica de “no recordar los males del pasado” para evitar su repetición. Solo de esta forma, afirma en las Helénicas un orador citado por Jenofonte, se conseguiría superar “la más deshonrosa de las guerras” (la del Peloponeso), cerrar las heridas abiertas por la tiranía y consolidar la ley cívica y democrática a partir de una reconciliación general. Es lo que Nicole Loraux ha llamado “el olvido en la memoria de Atenas”, un recordar para olvidar en aras de la paz y la convivencia.

Hay un eco de todo ello en algunas propuestas realizadas por los liberales españoles, buenos conocedores de la tradición clásica, tras el fracaso de las dos primeras experiencias constitucionales en 1814 y 1823. Un proyecto de Constitución redactado en el exilio en 1819 incluía entre sus “disposiciones generales” la obligación de echar “un espeso velo sobre todas las opiniones y funciones anteriores al acta constitucional”. Su promulgación iría acompañada de una “proclama conciliatoria a los bandos servil y liberal” y de un decreto advirtiendo que sería “castigado severamente” todo aquello que “tienda a dividir [a] los ciudadanos en bandos o partidos y a despertar resentimientos nacionales contra el espíritu conciliatorio de la ley, que prescribe el olvido de lo pasado”. En 1826, todavía bajo la Monarquía absoluta de Fernando VII, un grupo de exiliados españoles en Inglaterra propuso, de nuevo, una política de concordia nacional capaz de facilitar en España un cambio de régimen que por la fuerza se les antojaba imposible. El plan llevaba por título “Minuta de decreto en que se manda celebrar el olvido de lo pasado”. Su artículo tercero y último estipulaba que, una vez alcanzada la ansiada reconciliación, se celebrarían “regocijos públicos y otras solemnidades que sirvan a recordar [cva. añadida] a los españoles los deberes de concordia y unión”. Es decir que, junto al “olvido de lo pasado”, se promovería una política de memoria (“recordar”) al servicio de la unidad y la concordia entre los españoles. Esta aparente contradicción, la obligación cívica de olvidar y recordar al mismo tiempo, se explica probablemente porque lo que se afirma que debe ser olvidado no es el pasado, en general, sino lo pasado, entendido como un conjunto de vivencias y agravios que no podían condicionar el futuro. En su forma neutra, lo pasado era, pues, a la vez lo ocurrido y lo sufrido (dolor, persecución, afrentas…).

El último gran exilio de nuestra historia fue pródigo en iniciativas políticas que vinculaban la restauración de las libertades al establecimiento de una convivencia pacífica, entendiendo que, para ser sólida y duradera, la futura democracia debía desterrar el espíritu sectario y revanchista de otras ocasiones. Son bien conocidos el documento a favor de la reconciliación nacional aprobado por el PCE en 1956 y el manifiesto del 1 de abril de aquel año redactado por los universitarios madrileños opuestos al régimen de Franco. Sus primeras palabras, “Nosotros, hijos de los vencedores y vencidos…”, constituían en sí mismas una declaración programática, porque anunciaban la aparición de un nuevo sujeto político formado por un puñado de jóvenes que habían decidido hacer la reconciliación por su cuenta. El epistolario del exilio republicano contiene también frecuentes alusiones a la necesidad de alcanzar una paz sincera con los antiguos adversarios, tal y como afirma el socialista Luis Araquistáin –principal responsable de la “bolchevización” del PSOE en los años treinta– en una carta escrita en mayo de 1959, tres meses antes de morir: “Para mí ya no hay más que dos clases de españoles: los que quieren hacer las paces de la guerra civil y los que no quieren”. En una entrevista publicada por la revista cubana Bohemia en 1957, el propio Araquistáin había declarado: “Muchos enemigos de ayer nos estamos abrazando ya individualmente y no está lejos el día en que todos nos fundamos en un abrazo colectivo, más entrañable y duradero que el de Vergara”. Por esas mismas fechas, en una alocución conmemorativa de la proclamación de la Segunda República, su presidente en el exilio, Diego Martínez Barrio, exhortó a los españoles a “echar llaves y cerrojos a los recuerdos de la Guerra Civil”.


“El epistolario de exilio republicano contiene frecuentes alusiones a la necesidad de alcanzar una paz sincera con los antiguos adversarios. Como afirmaba el socialista Luis Araquistáin, principal responsable de la bolchevización del PSOE en los años 30: “Para mi ya no hay más que dos clases de españoles: los que quieren hacer las paces de la guerra civil y los que no quieren”


Quedaban lejos los tiempos en que un ministro de la República, Álvaro de Albornoz, proclamó en las Cortes Constituyentes de 1931, seguramente apuntando a la derecha de la Cámara: “No más pactos: si quieren una guerra civil, que la hagan”, dando por hecho que quienes la iniciaran la perderían, como había ocurrido siempre en el siglo XIX. La frase recordaba la que un diputado del Trienio liberal, Juan Romero Alpuente, había pronunciado en 1821 en circunstancias no muy distintas: “La guerra civil es un don del cielo”. Frente a su exaltación como medio expeditivo de conseguir un verdadero cambio histórico –una interpretación que tuvo relevantes partidarios hasta 1936–, en el exilio republicano cobró fuerza la actitud opuesta, que seguía la estela del célebre “paz, piedad y perdón” de Manuel Azaña y parecía cumplir su deseo de que los españoles aprendieran la lección de la “musa del escarmiento” para no volver a cometer los errores que llevaron a la última contienda (discurso del 18.7.1938).

Si la afirmación de que “la guerra civil es un don del cielo” expresaba una voluntad revolucionaria dispuesta a todo, la idea de reconciliación que se abre paso durante el franquismo, sobre todo en el exilio, forma parte de un esbozo de transición pacífica del que existen numerosos testimonios desde los años cuarenta, empezando por la propuesta de “transición” y “plebiscito” en la que trabajó Largo Caballero poco antes de su muerte en 1946. Casi al mismo tiempo, el PSOE del interior hacía llegar un informe a la Embajada británica en Madrid en el que se descartaba “una caída vertical del régimen” y se abogaba por un cambio político realizado “de manera metódica y escalonada”. El término transición se irá introduciendo en el vocabulario antifranquista como una suerte de tercera vía entre una dictadura inicua y una revolución imposible. “El asunto de España todavía exigirá algunos años para madurar la transición”, escribirá el dirigente anarquista Diego Abad de Santillán en 1959. Tres años antes, el líder socialista Rodolfo Llopis se refería en otra carta a cierto profesor del interior –seguramente, Enrique Tierno Galván– “que todos me presentan como hombre clave de la transición”. Para el joven Enrique Múgica, los “equipos liberalizadores” procedentes de la dictadura debían convencer a la “oposición democrática” de que “la transición hacia la etapa de las libertades será efectiva”. Así se lo decía a Dionisio Ridruejo en una carta de abril de 1955. Seis años después, el grupo liberal-monárquico dirigido por Joaquín Satrústegui elaboraba un documento titulado Proyecto de transición a una situación política regular y estable. Al año siguiente, el propio Satrústegui participaba en el célebre contubernio de Múnich que supuso la puesta en escena de un plan de transición y reconciliación que venía fraguándose hasta entonces de forma dispersa. El protagonismo que tuvieron en aquel encuentro Rodolfo Llopis y José María Gil Robles y su abrazo final simbolizaron el compromiso de los supervivientes de la Guerra Civil con el objetivo supremo de la reconciliación. Lo dijo con toda claridad otro destacado miembro de aquella generación, el socialista Luis Jiménez de Asúa –uno de los padres de la Constitución de 1931–, en unas declaraciones a la revista Ibérica en 1966: “Los hombres del exilio (…) podremos desempeñar el papel de consejeros, para impedir que las nuevas generaciones tropiecen en las mismas piedras con que nosotros nos herimos”. Existía la firme determinación, por tanto, de que el pasado sirviera de guía en un futuro cada vez más próximo.

La publicación tras la muerte de Franco –incluso antes– de las memorias de algunas prominentes personalidades políticas de los años treinta –Azaña, Largo Caballero, Chapaprieta, Madariaga, Alcalá-Zamora, Martínez Barrio, Gil Robles…– pretendía cumplir el propósito declarado por Jiménez de Asúa en 1966: proporcionar a las nuevas generaciones una memoria preventiva sobre una tragedia que no debía repetirse. Las de Juan Simeón Vidarte, diputado socialista y secretario de las Cortes Constituyentes de la II República, llevaban un título elocuente, que hoy causaría escándalo: Todos fuimos culpables (1978).

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Transición democrática y memoria

No hubo amnesia ni silencio en la democracia surgida de la transición, frente a lo que sostienen ciertos poderes fácticos de nuestra historiografía con gran influencia política y mediática. Bien al contrario, el “peso del pasado” –ha escrito una especialista– llegó a ser “abrumador” (Aguilar Fernández, 1996). En palabras de Santos Juliá, los españoles del último cuarto del siglo XX “hemos vivido literalmente inundados de toda clase de libros, (…) memorias (…), documentales, vídeos, exposiciones“, etc., referidos a la Guerra Civil y al franquismo. Las alusiones en la prensa y en el discurso político fueron frecuentes incluso en los momentos más tempranos y problemáticos de la transición. “Lo que los comunistas queremos de todo corazón”, declaró Santiago Carrillo en su primer mensaje televisivo durante la campaña electoral de junio de 1977, “es que en España no vuelva a haber una guerra civil”.

En aquellas elecciones, dirá años después Felipe González, el pueblo español votó “por la no guerra civil”, que estuvo muy presente en la memoria de todos, pero de la que solo la extrema derecha, al recordarle a Carrillo las víctimas de Paracuellos, hizo bandera electoral, con escasos frutos. Ahí puede estar la clave que permita comprender el complejo papel de la memoria en la transición democrática, esgrimida con una intención pedagógica para hacer posible el consenso y la reconciliación, “echando al olvido” (Santos Juliá) aquella parte de la historia reciente que entraba en conflicto con tal objetivo. Lo que no se hizo, salvo por los sectores más radicales de la derecha y de la izquierda, fue utilizar la Guerra Civil como arma política contra el adversario. Ese pacto de no agresión se asentó sobre la voluntad de superar aquel trauma colectivo y poner fin a lo que Alfonso Guerra, entrevistado por María Antonia Iglesias, llamó “una historia circular”. La experiencia decía que el deseo de enmendar un pasado infausto podía llevar fatalmente a su repetición.

Para salir de ese círculo vicioso, la memoria debía convertirse en la “musa del escarmiento” invocada por Azaña en 1938: un catálogo de errores que había que evitar y una incitación a la superación de viejos agravios. De esto último dio ejemplo Marcelino Camacho, diputado comunista y secretario general de Comisiones Obreras, al defender desde la tribuna de las Cortes la Ley de Amnistía de 1977 y el proceso político que la propició: “Lo que hace un año parecía imposible, casi un milagro, salir de la dictadura sin traumas graves, se está realizando ante nuestros ojos” (Diario de sesiones, 14.10.1977). No es extraño que lo ocurrido desde la muerte de Franco le pareciera “casi un milagro”, porque en muy poco tiempo Camacho había pasado de ser condenado a veinte años de cárcel por asociación ilegal a convertirse en diputado de un Parlamento democrático elegido por la lista de un partido, el PCE, que hacía seis meses todavía era ilegal. Precisamente él, por ser víctima –y muy reciente– de la represión franquista, guardaba memoria de una política de persecución al adversario que una amplia mayoría de las Cortes, al votar favorablemente la ley, pretendió desterrar para siempre. “A la amnistía”, dirá con razón Santos Juliá, “no condujo, pues, un silencio, sino un recuerdo”. Ni siquiera la presión creciente del terrorismo y el hecho de que entre los beneficiarios de la ley se encontraran numerosos miembros de ETA, plenamente activa y sin ninguna disposición a dejar las armas, malograron el deseo de hacer tabla rasa con la violencia de unos y otros.

Considerar que la reconciliación, el consenso y la amnistía fueron una traición a los vencidos en 1939 supone ignorar su aportación desde el exilio a una nueva política, pragmática y conciliadora, y a un nuevo lenguaje, que incluía, como se ha visto, la propia palabra transición. Hasta en la voz consenso, sin apenas uso en el vocabulario político español hasta los años setenta, es fácil reconocer la melancólica reflexión de Manuel Azaña sobre la incapacidad de los españoles para construir un Estado “por asenso común” (“La insurrección libertaria y el ‘eje’ Barcelona-Bilbao”, 1939). La continuidad entre la España del exilio y la nueva democracia era, por tanto, mayor de lo que se pretende, aunque ya en la transición hubo una política de memoria, practicada al más alto nivel institucional, encaminada al reconocimiento de esa deuda histórica. Tal es el significado del viaje de los reyes Juan Carlos y Sofía a México en noviembre de 1978 y de su cordial encuentro con Dolores Rivas Cherif, viuda de Azaña, en un acto cargado de simbolismo, del que la opinión pública tuvo conocimiento a través de las informaciones y las fotografías publicadas por la prensa, pieza esencial, como el saludo, un año antes, entre Suárez y Pasionaria, de la nueva iconografía de la reconciliación. Era el homenaje que la Monarquía restaurada rendía al exilio republicano y a la memoria del expresidente de la República como fuente de una legitimidad histórica que la transición democrática hacía suya, sin renunciar a otras legitimidades y a otros relatos del pasado.

Esa memoria a la carta, reflejo del pluralismo social y político de la España de entonces, no privó a los españoles de su derecho a recordar; más bien todo lo contrario. Prevaleció, ciertamente, una concepción paliativa de la memoria, que impidió que traumas aún recientes pusieran en peligro los acuerdos que requería aquel momento político. Pero las críticas que se han hecho a la transición en este punto resultan incongruentes con el prurito de autenticidad democrática que presuntamente las anima. En primer lugar, ninguna democracia puede imponer una única forma de recordar el pasado sin contradecir su naturaleza pluralista y sin limitar derechos y libertades esenciales. La segunda incongruencia consiste en reivindicar la memoria de la España vencida en 1939 conculcando, al mismo tiempo, el legado de sus principales representantes, que lucharon por una reconciliación sincera, basada en el deseo de que los viejos agravios no frustraran la convivencia entre los antiguos adversarios y la construcción de una democracia “por asenso común”, como reclamaba Azaña en 1939.

3
De la memoria histórica a la memoria democrática

El auge de la llamada memoria histórica, no solo en España, responde a múltiples y complejas circunstancias, tanto nacionales como internacionales. La evolución del sintagma en inglés, español y francés podría hacerse extensivo a otros idiomas, muestra un incremento sostenido de su uso desde los años 80.

Evolución del concepto de memoria histórica en inglés, español y francés, 1970-2019

Fuente: Elaboración propia a partir de Google Books Ngram Viewer.

En el caso de la lengua española –que incluye también las obras publicadas en América Latina digitalizadas por Google Books–, la subida sería mucho más pronunciada, sin duda por el protagonismo del término en el debate político español.

El marco histórico en el que hay que buscar las razones del fenómeno, dentro y fuera de España, se sitúa, por tanto, a caballo entre finales del siglo XX y comienzos del XXI.

Una de ellas fue lo que Stathis Kalyvas llamó el “boom in the study of civil war” tras el fin de la Guerra Fría, provocado por el abrumador predominio de las guerras civiles sobre aquellas que tenían lugar entre Estados, que constituirían, según Armitage, tan solo el 5 % de las que estallaron a partir de 1989. El hundimiento del comunismo en el este de Europa traería consigo, además, el desprestigio del concepto de revolución, que desplazó hacia la guerra el centro de atención de las ciencias sociales. Los conflictos bélicos, sobre todo civiles, asumían en cierta forma el papel disruptivo que las viejas teorías revolucionarias habían atribuido a la lucha de clases, aunque esta interpretación creativa de la guerra podía reconocerse ya en Lenin en las numerosas ocasiones en que se refirió a ella en sus obras, por ejemplo, cuando la definió como un “poderoso acelerador de los acontecimientos”. Así lo pensaba también el español Luis Araquistáin en 1934, en pleno “giro bolchevique” del socialismo español: “Al punto a que han llegado las cosas, es de temer –o acaso de desear– que no se pueda evitar la guerra civil: solo así tal vez se purificaría la cargada atmósfera española”.

En el último tercio del siglo XX, el declive de la clase obrera industrial, la crisis del marxismo clásico y finalmente el colapso del comunismo soviético provocaron la eclosión de una izquierda posmarxista que sustituyó un discurso de clase por un constructo identitario y las luchas sociales por las batallas “culturales”. La memoria llenó el vacío que dejó el fin de “los grandes relatos” (Lyotard) y proporcionó el sustrato intelectual a un proyecto rupturista, más que revolucionario. En el caso español, la República y la Guerra Civil se convirtieron en un referente épico de difusos y contradictorios contornos ideológicos, en los que a duras penas se hubieran reconocido sus principales protagonistas. La memoria de la guerra y del antifranquismo sublimaba, así, una conciencia revolucionaria muy difícil de poner en práctica en una democracia estable y en una sociedad como la española, plenamente integrada en la Europa desarrollada. Como en tiempos de Romero Alpuente –“la guerra civil es un don del cielo”–, los obstáculos históricos a la revolución parecían ceder ante el imaginario de la guerra civil como mito transformador… del pasado.

Hubo, además, circunstancias de la política nacional que potenciaron el papel de la memoria histórica en el discurso y la estrategia de un sector de la izquierda española. La victoria electoral del PP y su llegada al gobierno en 1996 y, especialmente, su mayoría absoluta cuatro años después llevaron a una utilización creciente del pasado como forma de cuestionar la legitimidad democrática de la derecha gobernante. De poco sirvió el apoyo del grupo parlamentario del PP a una proposición no de ley, votada el 20 de noviembre de 2002, “por la que se declara y se insta a los poderes públicos a reparar moralmente a las víctimas de la guerra civil desaparecidas y asesinadas por defender valores republicanos y a reconocer el derecho de familiares y herederos a recuperar sus restos, nombre y dignidad”. La resolución, aprobada por unanimidad en una “jornada histórica” (El País, 21.11.2002), estuvo lejos de cumplir el propósito declarado por los representantes de varios grupos parlamentarios, y en particular por el portavoz del Grupo Popular, Manuel Atencia Robledo, de “sacar del debate político este tema, [y] ponerle fin, como ha dicho el señor López Garrido (…), en beneficio de todos, en beneficio de las víctimas y en beneficio de las futuras generaciones, y todo ello desde el espíritu de la [sic] integración de nuestra Constitución y de nuestra democracia” (Diario de sesiones, 20.11.2002).

Ocurrió lo contrario. El cambio generacional en la dirección del PSOE, culminado con la elección de José Luis Rodríguez Zapatero como secretario general, aceleró la crisis del viejo consenso de la transición en este y en otros temas. Una vez en el gobierno, el presidente Rodríguez Zapatero impulsó la aprobación de una ley que, en su formulación definitiva (Ley 52/2007, de 26 de diciembre), empezaba apelando al “espíritu de reconciliación y concordia, y de respeto al pluralismo y a la defensa pacífica de todas las ideas, que guió la Transición”. La conocida como “Ley de Memoria Histórica” –denominación apócrifa, sin carácter oficial– respondía a un loable empeño por recuperar los cuerpos de miles víctimas de la Guerra Civil y el primer franquismo que esperaban todavía ser localizados, identificados y sepultados con dignidad, pero también a una doble estrategia política que entrañaba indudables riesgos para la estabilidad y la solvencia de nuestra democracia: por un lado, crear un debate permanente sobre el pasado que obligara a la derecha a defenderse de acusaciones, más o menos explícitas, de connivencia con el franquismo y, por otro, alentar un antifranquismo retrospectivo que sirviera de espacio de entendimiento con sectores políticos tradicionalmente muy alejados del PSOE, desde el independentismo catalán y vasco hasta Izquierda Unida y sus herederos, y constituir con ellos un bloque parlamentario estable, que, en el fondo, no sería otra cosa que una coalición negativa contra el PP.


“La izquierda y sus aliados independentistas no son los únicos beneficiarios de la intensa emotividad y de la fuerte polarización generadas por la llamada memoria histórica. El auge de Vox debe mucho a ese nuevo marco de la política española consolidado en los últimos años”


El hecho de que, quince años después de la promulgación de la Ley 25/2007, la memoria histórica siga ocupando un lugar central en la agenda política y legislativa puede interpretarse de varias formas. La primera de ellas es que, pese a los grandilocuentes argumentos con que se había justificado la medida, el problema está muy lejos de haberse resuelto, y no solo por su complejidad, sino por la rentabilidad política y electoral que se obtiene dejándolo permanentemente abierto. Paradigma de ello fue la operación del traslado de los restos mortales de Franco en vísperas de las elecciones de noviembre de 2019. Si los resultados concretos de la aplicación de la ley en su finalidad estrictamente humanitaria fueron más bien modestos, desde el punto de vista de la political agenda setting su éxito ha sido indudable, al subordinar el debate político a una disputa que reduce el margen de maniobra de la oposición y favorece el mantenimiento de ese frente anti-PP, por heterogéneo que sea. Conviene decir, no obstante, que la izquierda y sus aliados independentistas no son los únicos beneficiarios de la intensa emotividad y de la fuerte polarización generadas por la llamada memoria histórica. El auge de Vox debe mucho a ese nuevo marco de la política española consolidado en los últimos años.

Se trata, en todo caso, de un marco dinámico, condicionado por las “batallas culturales” de cada momento y por una reformulación al alza del debate sobre el pasado que tan buen resultado les ha dado a sus promotores. De ahí las graves acusaciones lanzadas contra la amnistía de 1977, tachada de “ley de punto final” por sus detractores, y el Anteproyecto de Ley de Memoria Democrática aprobado por el Consejo de Ministros el 20 de julio de 2021, que tiene como principal novedad su denominación. El paso de la “memoria histórica” a la “memoria democrática” supone un salto cualitativo en el tratamiento de la historia reciente con fines políticos y en la convalidación democrática del antifranquismo de toda condición, incluidos los grupos terroristas y las organizaciones de extrema izquierda, muchas de ellas de inspiración maoísta o trotskista, que combatieron a la dictadura. La agria discusión que mantuvieron en las Cortes la diputada popular Cayetana Álvarez de Toledo y Pablo Iglesias, vicepresidente del Gobierno, en mayo de 2020 a propósito de la militancia en el FRAP del padre del vicepresidente guardaba relación con esta cuestión crucial: si la pertenencia a una organización como el FRAP debía ser motivo de reproche (Álvarez de Toledo) o de orgullo (Iglesias) y, en última instancia, si el concepto de memoria democrática era aplicable a grupos que habían practicado el terrorismo y que, lejos de luchar por la democracia, aspiraban a sustituir el franquismo por una dictadura de signo contrario.

La imposibilidad de cambiar el pasado mediante una determinada forma de recordarlo y el deseo, pese a todo, de intentarlo crean un círculo vicioso del que resulta muy difícil salir si se cree, ilusoriamente, que la política actual puede tener efectos retroactivos sobre la historia. Nada conseguirá borrar aquellos hechos y mucho menos alterar su desenlace, según la cínica boutade de José Bergamín que encabeza estas páginas: “Lo que este país necesita es otra guerra civil, pero que esta vez ganen los buenos”.

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Conclusiones

1. España no es diferente. El debate sobre la memoria de la Guerra Civil y el franquismo ha dado nueva carta de naturaleza al viejo tópico de la excepción española. Es el narcisismo de la pequeña anomalía, que tanto costó desmontar y que vuelve a rebufo de un debate político contaminado por estrategias y alianzas muy cortoplacistas. Pero la larga historia de las guerras civiles y del pensamiento político surgido en torno a ellas demuestra que la forma en que la transición democrática abordó la última guerra civil y sus secuelas se ajusta a un viejo canon histórico, cuyos antecedentes se remontan a épocas y civilizaciones lejanas y se reconocen en la propia tradición liberal y republicana española. El exhaustivo mapa de situación que traza Xosé M. Núñez Seixas (Las guaridas del lobo) sobre el culto póstumo a los dictadores en la Europa postotalitaria presenta una problemática bastante parecida, asimismo, al caso español con Franco.

2. La(s) otra(s) memoria(s). El principal problema que plantea el concepto de memoria histórica es la pretensión de abolir el carácter plural y contingente de las vivencias recordadas y de crear en su lugar una memoria sectorial, y a menudo sectaria, establecida como verdad oficial. Ni siquiera se puede decir que ese relato integre el de la izquierda vencida en 1939. Es más bien su negación. La pulsión totalitaria de una memoria impuesta se entiende mejor si se recuerdan estas palabras que el conde de Mayalde, director general de Seguridad en el primer franquismo, pronunció en 1940 en un banquete-homenaje a Heinrich Himmler, de visita en España: “Si existe un pueblo de memoria histórica es el español” (ABC, 24.10.1940).

3. “Mai més un 34”. Esta afirmación del viejo Tarradellas sobre la proclamación unilateral del “Estat català” realizada por Companys en octubre de 1934 compendia las enseñanzas que los principales dirigentes republicanos sacaron de su experiencia política en los años treinta. El socialista Luis Araquistáin hizo su propio inventario en una conferencia titulada Algunos errores de la República española (Toulouse, 1947). El estrepitoso fracaso de la intentona independentista de 2017 en Cataluña puso de manifiesto las consecuencias de haber olvidado el consejo de Tarradellas y de sustituir los hechos históricos por determinados mitos políticos.

4. Memoria y política: una relación tóxica, con daños colaterales. Los hechos de octubre de 2017 en Cataluña no son el único episodio de la España reciente que alerta sobre la naturaleza perversa de eso que Alfonso Guerra llamó una “historia circular”. La atracción por los años treinta, señalada por reputados periodistas catalanes tras el nombramiento de Quim Torra, en 2018, como presidente de la Generalitat, está detrás igualmente de la radicalización de una parte de la derecha española, que considera roto el pacto fundacional de la transición y aboga por un regreso a la épica y a la intransigencia de los viejos tiempos. Vox es la versión castiza del “ho tornarem a fer” del independentismo catalán y la prueba de que también la derecha radical tiene “memoria histórica”.


“El propósito de imponer legalmente una concepción unitaria e indivisible de la memoria tiene difícil encaje en una democracia pluralista – en rigor no cabe otra– por mucho que cuente con el respaldo de una mayoría parlamentaria legítima, pero circunstancial. Puede que el fin último de esa mayoría no sea otro que perpetuarse en el poder creando, a través de la “memoria”, una ciudadanía a su imagen y semejanza”


y 5. Una historia interminable. Construir un proyecto político a partir de un recuerdo obsesivo y partidista del pasado entraña graves riesgos para la convivencia y para la viabilidad de un futuro digno de tal nombre. De ahí los intentos, acreditados ya en la Grecia clásica, de utilizar la reconciliación como cortafuegos de una historia traumática que, de otra forma, puede derivar en un bucle interminable de exclusión y enfrentamientos. El consenso en torno al pasado solo se puede establecer sobre un mínimo común denominador, más allá del cual las experiencias compartidas dividen mucho más de lo que unen. Por lo demás, el propósito de imponer legalmente una concepción unitaria e indivisible de la memoria tiene difícil encaje en una democracia pluralista –en rigor no cabe otra–, por mucho que cuente con el respaldo de una mayoría parlamentaria legítima, pero circunstancial. Puede que el fin último de esa mayoría no sea otro que perpetuarse en el poder creando, a través de la “memoria”, una ciudadanía a su imagen y semejanza.♦


BIBLIOGRAFÍA:
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