“Trump se limita a cumplir la palabra dada, prorrogando sine die las rebajas fiscales de 2017. No es cierto que haya reducido la carga impositiva y, menos, a los ricos”.

Donald Trump ha convertido su segundo mandato en un auténtico reality show, plagado de salidas de tono, anuncios intempestivos y pésimos modales. Genera un grado de animadversión jamás experimentado por un presidente en ejercicio. Aunque se mantenga fiel al programa con que ganó las elecciones, el carácter impredecible y errático de sus decisiones introduce tan elevada incertidumbre que acaba pasando factura. El rechazo que genera conduce, a menudo, a una crítica escasamente informada. La reciente ley fiscal que ha promovido se ha despachado, así, como un regalo a los ricos y el desmantelamiento de los servicios sociales y de salud para los pobres. Los críticos menos primarios apuntan al desbocado incremento del déficit y la deuda que provocará, cifrando en más de 3 billones de dólares la carga adicional en los próximos diez años. Un panorama que augura una crisis financiera sin precedentes. Veamos qué hay de cierto en tales acusaciones. De entrada, conviene subrayar que el sustancial desequilibrio presupuestario federal cobró cuerpo en la etapa de Biden. Si en 2020 la pandemia justificó el descuadre, éste se mantuvo hasta el final de su mandato. Con una recaudación que apenas alcanza un 17% del PIB, los gastos se dispararon por encima del 23%. Con el agravante del carácter obligatorio de buena parte de los epígrafes. La reducida tasa de paro y el elevado porcentaje de población activa permiten financiar holgadamente las pensiones y subsidios de desempleo, un 5% del PIB, arrojando un superávit de 2% del PIB que alimenta un fondo de reserva. Con cotizaciones que representan, aproximadamente, una tercera parte de los tipos aplicados en nuestro país, se sufragan prestaciones comparables, a razón de 18 mil dólares de media anual por beneficiario.