“No es aleccionador premiar al agresor, pero más vale evitar una guerra comercial. No solo sufriría la economía real. Más peligro encierra, si cabe, su traslado a una crisis financiera”

El 2 de abril pasará a la historia como anunció Trump, aunque por distintas razones de las que esgrimió. Lejos de iniciar el resurgir económico de su país, provocó un vendaval en los mercados que a punto estuvo de derivar en catástrofe. Significó también un desprestigio sin precedentes para la administración de la principal potencia mundial. La descabellada penalización infligida a los socios comerciales en función de su superávit relativo le restó todo atisbo de credibilidad. Cuesta todavía dar crédito al espectáculo protagonizado ese día en la Casa Blanca por quienes se supone están a los mandos de los destinos mundiales, al menos en Occidente. No tanto por el desmedido afán de proteccionismo desplegado sino por la estrafalaria metodología aplicada, basada en un irracional equilibrio comercial con cada país. Hay quienes se deleitaron con el caos inducido en Estados Unidos por tamaña ofensiva arancelaria, celebrando los severos recortes en las cotizaciones bursátiles o la notable depreciación del dólar. Magro consuelo, ante el rápido contagio de la tormenta al conjunto del globo. Resulta ilusorio pensar que alguien pueda beneficiarse de un hipotético naufragio de la principal plaza financiera. Aplaudir el hipotético declive de la más relevante potencia económica y militar sólo se explica por un antiamericanismo visceral, unido al rechazo generado por la política de extrema derecha que practica su administración. Por poco aceptable que resulte esta deriva, no cabe alegrarse de una crisis que acabaría afectando al conjunto del planeta.