Todo conferenciante habitual almacena copiosas anécdotas curiosas: asistentes entusiastas del discurso, otros empeñados en buscarle las cosquillas al orador; quien con planteamientos simplistas denota incultura o insensatez; gente bienintencionada que desea profundizar conceptos o aclarar afirmaciones no bien comprendidas… “De todo hay en la viña del Señor”, reza el adagio. La fórmula: armarse de paciencia y exhibir flema y didáctica. ¿Pero qué hacer cuando es patente el afán de provocar y zaherir? Suele ser útil un silencio ostensible destinado al público, testigo y juez de la insolencia.

Tan expeditivo método pedagógico triunfaba ante reacciones aviesas de adustos ciudadanos, del tenor “¿qué aportaron los negros al progreso de la Humanidad?” Las Ciencias Sociales como paradigma, era posible demostrar que los avances logrados desde el Homo Sapiens no son patrimonio exclusivo de una raza, sino fruto de la interacción del conjunto de la especie; y podían aducirse infinidad de ejemplos de ideas e inventos relevantes procedentes de diversas culturas. Todo está escrito. Leer resulta sugestivo como antídoto de la impertinencia. Argucia persuasiva pronto obsoleta, dado el ímpetu del tsunami intolerante que de nuevo asoma, imparable si Kamala Harris no consigue dormir en la Casa Blanca.

En tal caso, la respuesta que desarmaría a los vivos del S. XXI anclados en tiempos medievales sería “las patatas fritas”. George Crum, nacido de esclavo negro y nativa ‘india’, destacaba en 1853 por sus habilidades culinarias en un restaurante de Saratoga Springs (Nueva York). Cierto día, un cliente puntilloso reprobó las patatas fritas servidas por demasiado gruesas y aceitosas. El habilidoso cocinero reaccionó: cortó más finas las ronchas, las envolvió en papel y las frió con mucha sal, receta que encantó al criticón. Corrió la voz y la taberna prosperó. Había nacido el aperitivo más universal. Pese al éxito de su ingenio, Crum nunca se benefició de su creación, al no haberla patentado. La patata frita crujiente traspasó pronto toda frontera hasta convertirse en el popular piscolabis actual. Eso sí, abrió restaurante propio, frecuentado por ricos y famosos para degustar su afamado producto. Innegable innovación culinaria, de impacto duradero, cuyo origen seminegro debiera recordarse cada vez que una rodajita cruje en nuestra boca.♦