Según la UNESCO, cada año se publican unos 2,2 millones de libros en el mundo. En España se editaron 80.000 en 2022, informan los distribuidores. Crece la edición digital. Tan ingente cantidad de títulos podría sugerir una multitud de lectores. Ateniéndonos a los ingresos percibidos por sus autores -sin los cuales no existe el producto– la realidad descorazona: la inmensa mayoría ni cubre los gastos. Datos que tampoco presuponen la solidez de la industria editorial, en gran parte compuesta por pequeños sellos que apenas sobreviven con tiradas bajas e incesante alza del coste de producción. Ante la crisis recurrente, al tiempo económica y de valores, el lector potencial prescinde de ‘gastos superfluos’ como el libro; Gobiernos e instituciones recortan las subvenciones a rajatabla y merma el presupuesto destinado a las Humanidades en los centros académicos.
¿Cómo dedicarse entonces a una ‘actividad improductiva’? ¿Por qué y para quién se escribe? Preguntas universales aún más pertinentes en caso de autores de países pobres y sociedades lastradas por el analfabetismo. Interpretar sus motivaciones desde estereotipadas ideas preconcebidas, además de un prepotente sesgo eurocentrista, significa ignorar el papel de la Literatura en la evolución del género humano. No es cierto que asiáticos, africanos y latinoamericanos escriban para las sociedades desarrolladas, favorecidas por un mayor nivel adquisitivo, un elevado índice cultural y el ocio del que disfrutan. Tampoco por una pretenciosa vanidad. ¿Menoscabar la labor de Miguel de Cervantes e invalidar a Fiódor Dostoievski porque escribieron ‘para los ricos’ en épocas dominadas por una incultura generalizada? ¿Cuántos coetáneos leyeron su obra? Pero sigue siendo necesaria.
No sobran libros, pese a la ingente cantidad de títulos que abarrotan bibliotecas y librerías; tampoco sus creadores, aun con tan bajos índices de lectura. Escribir es, a menudo, un grito desesperado, una apuesta idealista por mejorar esta existencia. Quizá no cambie nada, pero alguien, lejos o cerca, aprenderá algo o modificará la percepción impuesta por el discurso imperante. Ese compromiso implícito entre el solitario escritor y el anónimo lector puede ser razón suficiente para contar una historia que lleve a descubrir los entresijos velados. De ahí el permanente recelo de los poderes establecidos.♦