Hay signos perceptibles de un cambio de Era, como el recrudecimiento de la intolerancia: los depredadores humanos redoblan su ferocidad contra otros humanos. Produce tristeza que, en este siglo, basen su inquina en percepciones arbitrarias -raza, procedencia, cultura- subterfugios irracionales tan simples como el miedo al otro. Igualito a las reacciones cavernarias ancestrales: en momentos de zozobra, se arrumba la sensatez y priman los instintos primarios. Oportuno recordar la falsa acusación e injusta condena del capitán Alfred Dreyfus, causa de la exacerbada oleada de odio antisemita que conmocionó Francia a finales del XIX. La altura moral de escritores como Émile Zola (sigue vigente su célebre alegato ‘Yo acuso’), Anatole France, Marcel Proust y demás reveló las corruptelas y arbitrariedades que marcaron tal ‘affaire’, premonitorio de la hecatombe que arrasaría el mundo tres décadas después.

Fenómenos actuales demuestran que el supremacismo no feneció, sólo mutó. Señales del resurgir de poderes que, durante los últimos cinco siglos, pretenden domeñar, si no erradicar, toda identidad diferente. Parafraseando la irónica expresión del recordado Mario Vargas Llosa, asistimos a una nueva campaña para la “extinción de los bárbaros”. Siendo los negros apenas el 13% de la población estadounidense, el 36% de las 546.000 personas desaparecidas allí en 2022 fueron mujeres y jóvenes afroamericanas; roza el 40% incluidos los varones. Dato alarmante, reflejo prístino de la desigualdad estructural latente bajo el barniz de la proclamada igualdad. La reacción no es equivalente cuando desaparece una blanca. Aunque necesaria, la ‘alerta ébano’ implantada en California, profusamente difundida, es percibida como medida tardía ante trágicas realidades habitualmente silenciadas.

Acostumbrados a ser deshumanizados, criminalizados y orillados por su sociedad y no pocas instituciones oficiales, para los afroamericanos es pura cuestión de mentalidad. Los supremacistas colgaron capuchas y cruces; no alumbran la noche tétricas llamas bajo el roble del que cuelga un negro linchado. Hoy visten traje sastre, legislan o patrullan las calles entre una negligente ‘mayoría silenciosa’ indiferente. Sutilezas de la ‘corrección política’: en Norteamérica, en Europa, aquí mismo. ¿Puede extrañar entonces la radicalización del discurso decolonial?♦