
Texto: Francisco Uría (Socio responsable global de Banca y Mercados de Valores de KPMG) •
«El problema central de la Unión Europea se encuentra en la inexistencia de un auténtico mercado interior incluso en los ámbitos en que la teórica armonización de la regulación debería favorecerlo».
La Unión Europea, a pesar del elevado nivel de vida que le garantiza su prosperidad agregada, lleva tiempo sufriendo un problema de falta de competitividad que se traduce en menores tasas de crecimiento que sus grandes rivales económicos, y especialmente de los Estados Unidos y de China.
Un problema similar se plantea en términos de innovación donde, ya sea por el número de patentes registradas, por número de empresas tecnológicas basadas en el continente o atendiendo a su capitalización bursátil, la posición europea frente a la norteamericana o la asiática vuelve a estar muy por debajo de su potencial, sin perjuicio de sus capacidades puntuales en algunos ámbitos.
Estos problemas son muy conocidos desde hace ya bastante tiempo si bien se pusieron de manifiesto con mayor rotundidad con ocasión de la publicación de los informes coordinados, respectivamente, por Enricco Letta y Mario Dragui, y su corrección se ha convertido en el eje central de la acción política de la Comisión Europea en el mandato iniciado hace algunos meses.
Analizando su contenido, parece claro que el problema central de la Unión Europea se encuentra en la inexistencia de un auténtico mercado interior incluso en los ámbitos en que la teórica armonización de la regulación debería favorecerlo.
Así, aunque a nivel agregado la población, PIB, niveles de endeudamiento y otros indicadores europeos comparan razonablemente con los de sus competidores a nivel global, lo cierto es que la fragmentación de la Unión Europea en ámbitos nacionales se traduce en un tamaño de mercado muy inferior al de Estados Unidos o China, lo que tiene efectos inmediatos en la capacidad de inversión de las empresas y, en consecuencia, en su capacidad de innovación.
Además, y como elemento añadido, se ha puesto sobre la mesa el efecto de la regulación europea, que se reputa excesivamente gravosa, sobre la competitividad de nuestras economías.
«Los que tenemos la edad adecuada recordamos todavía la crisis que padeció el sistema financiero global que comenzó en el verano de 2007 y se recrudeció en el otoño de 2008. No estamos hablando de desregulación sino de ‘simplificación’ de la regulación»
Existe un acuerdo general sobre la necesidad de que Europa someta a revisión crítica su regulación para eliminar aquellos costes de cumplimiento que afecten a la competitividad de las empresas o también las trabas innecesarias para la innovación pero, llegado este punto, procede ordenar racionalmente el debate, especialmente si estamos hablando de la regulación de los servicios financieros en Europa.
El planteamiento no puede ser la desregulación de las actividades económicas en Europa, sobre todo en el ámbito de esos servicios financieros.
Los que tenemos la edad adecuada recordamos todavía la crisis que padeció el sistema financiero en la crisis global que comenzó en el verano de 2007 y se recrudeció en el otoño de 2008 y, para los más jóvenes, tuvimos un recordatorio doloroso con las crisis bancarias del pasado mes de marzo del 2023.
También hemos sido testigos de cómo, a pesar de las dificultades de toda índole derivadas de situaciones tan complejas como la pandemia global del año 2020 o la guerra en Ucrania, los bancos mantienen un nivel de solvencia y fortaleza sin precedentes, lo que evidencia que las cosas se han hecho razonablemente bien.
Por tanto, no estamos hablando de desregulación sino de “simplificación” de la regulación y ello implica la necesidad de una revisión crítica de la normativa financiera europea para garantizar que se cumplen los objetivos (irrenunciables) perseguidos por ella (estabilidad financiera, protección del consumidor, etc…) pero de la forma más eficiente posible, de modo que se produzca tanto una reducción de los costes y cargas asociados al cumplimiento de esa regulación, como una minoración de las trabas que obstaculizan la innovación tecnológica, evidenciada, en estos últimos tiempos, en el posible freno al despliegue y aprovechamiento de las nuevas tecnologías derivadas de la inteligencia artificial generativa.
«Esta revisión de la regulación debería afectar, en primer lugar, a las normas de nivel 1 de la UE y a las que están en tramitación (MIFID 3 o PSD 3) y extenderse a las de desarrollo o nivel 2. Conjuntamente, arrojan una carga insoportable en el ámbito del reporting regulatorio»
Esta revisión de la regulación debería afectar, en primer lugar, a las normas de nivel 1 de la Unión Europea, al objeto de determinar si todas las que se encuentran actualmente en vigor y también las que están en tramitación (y pienso, sobre todo, en las normas conocidas como “MIFID 3” o “PSD 3”) responden adecuadamente a los objetivos perseguidos, si representan la mejor forma de alcanzarlos en términos de eficacia y eficiencia (y las dos cosas son importantes, como acaba de recordar en un discurso reciente en el Banco Central Europeo el Presidente de la Autoridad Bancaria Europea) y si los costes de cumplimiento son razonables.
Esta revisión debería extenderse también a las normas de desarrollo de las anteriores, y sobre todo las conocidas como normativa de “Nivel 2”, dependientes de las tres agencias reguladoras europeas (autoridad bancaria europea, EBA, autoridad europea de los mercados y los instrumentos financieros, ESMA, y autoridad bancaria sobre seguros y fondos de pensiones, EIOPA).
Si bien estas autoridades afirman someterse a este ejercicio de revisión de forma constante, es lo cierto que la percepción de los mercados y las entidades financieras es la de que en este nivel queda todavía mucho por hacer y que, analizadas conjuntamente con las normas de nivel 1, el resultado arroja una carga insoportable en el ámbito del “reporting” regulatorio en el que sobresale, por poner un ejemplo, la confluencia de la información requerida por los supervisores financieros y las autoridades de resolución.
Existe, no obstante, un ámbito en el que las cargas de cumplimiento para las entidades resultan particularmente onerosas y éste es el relativo a las obligaciones derivadas de las actuaciones de los supervisores, comenzando por el mayor supervisor bancario europeo, el BCE, pero continuando por los demás. Aquí, tras los trabajos realizados por el grupo coordinado por el español Fernando Restoy, da la impresión de que la revisión de la supervisión bancaria europea progresa con mayor lentitud de la que cabría esperar cuando un enfoque más basado en riesgos permitiría mejorar la eficacia de los procedimientos supervisores.
Y es que, especialmente para las entidades más pequeñas, los costes relacionados con la supervisión son realmente enormes.
Otro ámbito necesitado de revisión es el relacionado con los mercados de capital en Europa, que tan mal comparan no sólo con los Estados Unidos sino también con un antiguo miembro, el Reino Unido, en donde el panorama de fragmentación financiera resulta absolutamente inasumible y encarece sustancialmente la financiación para las empresas europeas.
Sin perjuicio de las mejoras que se han ido introduciendo en los últimos años (por ejemplo en la normativa europea sobre folletos) aquí debemos reconocer que muchas de las tareas pendientes tienen un sesgo fundamentalmente nacional, destacando la proliferación de figuras impositivas locales que hacen muy difícil el ahorro y la inversión transfronterizas. En este punto, el debate sobre la simplificación regulatoria debe extenderse no sólo al ámbito de la legislación europea sino también al de las normas nacionales en vigor.
«La Comisión ha empezado con una iniciativa ‘ómnibus’. Pero las iniciativas regulatorias que permitirían avanzar en un efectivo mercado interior de servicios financieros están casi estancadas»
En este ámbito conviene ser claros: si la receta con la que pretende resolverse el problema es la creación de nuevos productos o instrumentos de ahorro o inversión que no implican ninguna ventaja para el inversor y que lo único que introducen son limitaciones para que esos instrumentos puedan considerarse “europeos” no parece que vayamos a aproximarnos a ninguno de los objetivos propuestos. Debería tratarse de incentivar la inversión europea frente al ahorro tradicional. Esta es la clave.
Esta problemática jurídica, que afecta a la formación de un mercado único del ahorro y la inversión europeos, enlaza con otro problema pendiente, éste no de simplificación regulatoria, como es la tarea de completar la Unión Bancaria con la implementación de un esquema europeo de garantía de depósitos (EDIS) que, aun no siendo la única causa concurrente, podría ayudar a superar las dificultades actuales a la hora de acometer integraciones bancarias transfronterizas en Europa.
Aunque las tareas pendientes son muchas, la Comisión, sin embargo, ha preferido empezar “la tarea simplificadora” por otro lugar, como ha sido la adopción de la iniciativa legislativa conocida como “omnibús” que trata de reducir las cargas regulatorias para un amplio segmento de empresas europeas (sin atenuar la de las entidades que, como las financieras, tienen obligaciones cuyo cumplimiento depende de aquéllas) en el ámbito de la “sostenibilidad”.
No criticaré la iniciativa, que creo bienintencionada, pero sí el hecho de que se avance con decisión aprovechando el viento a favor de una opinión pública crecientemente crítica con los objetivos de sostenibilidad al tiempo que las iniciativas regulatorias que verdaderamente podrían permitirnos avanzar en la constitución efectiva de un mercado interior de los servicios financieras están prácticamente estancadas.
Ha llegado el momento de ser valientes. ◊