“EEUU vive por encima de sus posibilidades, financiado por los demás. Y los dólares gastados en comprar bienes retornan como inyecciones de capital o concesión de crédito”.

JP Marín Arrese, economista
JP Marín Arrese

Donald Trump parece experimentar un especial deleite arrojando por la borda todo el acervo de acuerdos, consensos y convenciones sobre el que reposa el orden global desde hace décadas. Desde la segunda contienda mundial para ser más exactos. No le importa desgarrar antiguas y sólidas alianzas, ni poner en tela de juicio principios económicos básicos. Su declaración del 2 de abril anunciando aranceles universales constituye el último y destacado ejemplo de su particular campaña contra todo cuanto suene a extranjero. Con razón tildó de histórica a esa jornada. Desde el McKinley Tariff a finales del siglo XIX, nunca los Estados Unidos habían gravado con tamaña intensidad las compras en el exterior. En su día, la impopularidad de tal medida condujo a la pérdida del escaño por el Congreso a su promotor. Ahora, no parece que pueda repetirse un similar efecto corrector. Que persiga Trump un proteccionismo a ultranza, rayano en la más completa autarquía como objetivo último, resulta incongruente desde presupuestos económicos mínimamente solventes. Lo peor es que ni siquiera sus aranceles se acomodan a esa lógica. Castigan a los países en función del porcentaje de superávit bilateral registrado como si las relaciones comerciales debieran conducir a un perfecto equilibrio con cada socio. Ni siquiera los más radicales exponentes de la escuela mercantilista se propusieron jamás alcanzar tamaña quimera, auténtica ensoñación de imposible cumplimiento. De ahí al retorno a una primitiva economía del trueque sólo media un paso. Si cunde el ejemplo, Estados Unidos ya no podría seguir adquiriendo al resto del mundo lo que consume a cambio de su papel moneda, perdiendo el dólar su valor de divisa universal.

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