Existe un extenso y rico anecdotario: al culminar onerosamente sus estudios los guineanos confinados en España por la tiranía de Francisco Macías, tras la independencia, mediada la séptima década del pasado siglo, no pocos nativos recibían con altivo desconcierto y hondo recelo los servicios prestados por esos profesionales “de color”. Padres que dudaban de la capacidad “del negro” para enseñar Matemáticas o Filosofía a sus hijos; pacientes que preferían no ser auscultados por “ese médico negro”; ciudadanos que deletreaban en infinitivo sus peticiones, desconfiando de que “el negrito” parapetado tras la ventanilla comprendiese cuanto deseaban exponer; el guardia municipal al que airados automovilistas sancionados llenaban de denuestos groseros cuando aún no eran delitos de odio. Cierto que sucedía en una España empecinada en ser diferente, donde escandalizaban los bikinis de las suecas, las atrevidas minifaldas de Brigitte Bardot, la música de “melenudos” como los Beatles o una mujer taxista.

Por fortuna, a trancas y barrancas desbrozamos entre todos este camino hacia la insatisfactoria modernidad. Si bien sigue sin verse un Guardia Civil de pigmentación oscura -¿llegará?- al menos desaparecieron aquellos niños asustados asidos a la falda de la madre mientras señalaban con dedito tembloroso el espectro tenebroso que se acercaba amenazante. Hoy, ningún piadoso feligrés se asusta al ver oficiar en el altar a sacerdotes llegados de Camerún o Guinea Ecuatorial, y reciben con igual fervor la Sagrada Forma de dedos sonrosados o nigérrimos. En España, en Italia, Portugal, Francia o Reino Unido, hace poco tradicionales países evangelizadores, se van cubriendo parroquias, seminarios y conventos con religiosos de origen africano. Fenómeno poco divulgado, pero cada día más visible.

Algunos atribuyen su causa a la quiebra producida en la desarrollada Europa entre Religión y Sociedad -trágica para los moralistas- cuyas consecuencias inmediatas serían la profunda secularización y la consiguiente merma de vocaciones. Otros subrayan el auge del cristianismo en un África empobrecida. Esplendor mal digerido por las autocracias dominantes, que arrojan a los eclesiásticos no acomodaticios a buscar aires más propicios. Sea como fuese, la realidad pudiera estar revelando un novedoso paradigma: África como evangelizadora de Europa.♦