Suenan tambores de guerra en Europa que, de producirse, afligirá al mundo entero, como siempre. Tan pavorosa perspectiva exige respuestas a una pregunta esencial: ¿cómo se llegó a esto? Sesudos analistas académicos dirán lo que sea, pero, desde la lógica aldeana del sencillo hombre de la calle, son claras las causas. Como sucediera en “los felices años 20”, la caída del Muro de Berlín en 1989 inyectó inusitada dosis de vacuo optimismo que empachó las mentes. El portentoso auge tecnológico en las comunicaciones convirtió el Planeta en aldea global; la desintegración de la Unión Soviética indujo a manipuladores listillos a proclamar, nada menos, el “fin de la Historia”, noción que implicaba el uniformismo económico, político y cultural, que devino en globalización. Desacreditaron, cuando no hostigaron, a cuantos, desde posiciones más realistas, desconfiaron de tal falacia, pues lo “políticamente correcto” era secundar y esparcir los mitos.

Pasado el tiempo, la teoría hace aguas. Porque no murieron las ideologías; el orbe sigue gravitando en su eterna pluralidad, los intereses del ser humano son diversos y a menudo divergentes, y cada cultura procura preservar su identidad. Mientras alimentaron tan perverso espejismo, decayeron los conocimientos humanísticos del currículo escolar; se acentuó la brecha entre ricos y pobres -individual o colectivamente- y se agudizó la tensión entre los países productores y receptores de materias primas. Estimular la libre circulación de mercancías y reprimir la migración humana, anteponer la estabilidad a la libertad de determinadas personas y acotar el bienestar a ámbitos geográficos exclusivos generó estos lodos. 

Era previsible, pero desdeñaron los avisos: la prepotente relajación generalizada anestesió la sensibilidad. Carentes de ideas e ideales, los políticos hablaron mucho sin decir nada; la mermada capacidad de generar un pensamiento renovador redujo las propuestas a meros eslóganes; dirigieron todo afán al medro, poder y fácil enriquecimiento; miedo y engaño como recursos, sin ascos a la corrupción. Así, no son casuales ni la desafección del ciudadano, cuya frustración muestra el abstencionismo creciente, ni la paulatina irrelevancia de partidos otrora emblemáticos, socialistas italianos y franceses como ejemplo. Óptimo abono para los populismos, de izquierda o derecha, cuya deriva, bien conocida, sólo puede aterrar.♦