Big tech y otras grandes empresas incumplen su promesa de ser responsables

“Más de un año después de aquel 2019 asociado al virus del COVID, pronto convertido en la pandemia que agitó, de golpe, la historia en general y la nuestra en particular, muchos de los balances del año 2020 se centran con razón en la responsabilidad social corporativa (RSC), situada en el ADN de esta revista. La pregunta clave es si las big tech digitales y todas las demás grandes empresas que en 2019 se comprometieron a ello cumplen, o no con sus promesas. Y las respuestas más rigurosas o relevantes coinciden en que no. Quizás peor: incumplen con la complicidad y en compañía de los gobiernos. Es preocupante, porque la RSC, amén de convertirse en la función principal de sus consejos de administración, es la clave de si nuestro mundo será o no sostenible”.

Texto: Gustavo Matías
Profesor Titular de Estructura Económica y Economía del Desarrollo (UAM)

Por mucho que algunos enfaticen sus diferencias, RSC y sostenibilidad emergieron en el siglo XX como dos caras de similares respuestas, ambas en forma de promesas de inclusión o acceso, monedas de cambio ante los problemas de organizar el futuro. Llegaron a raíz de las interrelaciones e interdependencias de la última globalización, aceleradas por la crisis energética de los 70 y la subsiguiente revolución digital. La idea de RSC se centró en las empresas; la de desarrollo sostenible, en las administraciones públicas. Pero en ambas esferas de la vida social hay organizaciones a quienes demandar responsabilidades, en correspondencia con las que ellas piden a las personas que las integran. Cabe pues concebirlas como formas del necesario pacto social, tan implícito y cambiante como el mundo.

Las dos conceptos se retroalimentaron y explosionaron antes de que el globo, de golpe, se preocupase y casi parase por la primera ola del virus Sars-Cov 2, cuya pandemia, en principio ha dificultado todo más que la previa crisis financiera, de la que países como España apenas se habían recuperado totalmente. Tal era la demanda que la Fundación SIF de EEUU, decía, al empezar el año, que uno de cada tres dólares invertidos en los EE.UU (17.1 billones, o trillones en inglés) ya tenía un mandato sostenible, y de ellos más de 0,5 billones eran añadidos, solo en 2019, por los llamados fondos de impacto, según Global Impact Investing.

“Por ejemplo, muchos fondos ‘sostenibles’ incluían compañías de tarjetas de crédito en su cartera con el argumento –según Michael Martin en Financial Times– de que brindan a las familias de bajos ingresos un sustento financiero vital para llegar a fin de mes. Cuando es sabido que los intereses TAE de las mismas suelen superar el 20% mientras los bancos centrales inundan de liquidez los mercados al 0%”

Cuando en enero preparábamos en Bruselas el dictamen del plan de inversiones verdes del Green New Deal para la década 2020-2030, donde la nueva Comisión quería movilizar un total de dos billones de euros, agentes de los mercados norteamericanos estimaban su monto en torno a los 20 billones.

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Humo en redes y lavado ASG en información y sostenibilidad

Casi todo era humo, como sucede en otros ámbitos ahora que los costes de la desinformación tienden a cero, como las TICs, por lo que las redes sociales polarizan la opinión y crean un ambiente casi guerra-civilista en EEUU, España y otros países infectados por populismos; y que quien lo dude vea el documental de Netflix sobre ese dilema social. Así, por ejemplo, muchos fondos sostenibles incluían compañías de tarjetas de crédito en su cartera con el argumento –según Michael Martin en Financial Times– de que brindan a las familias de bajos ingresos un sustento financiero vital para llegar a fin de mes. Cuando es sabido que los intereses TAE de las mismas suelen superar el 20% mientras los bancos centrales inundan de liquidez los mercados al 0%. Sostenibilidad así emboscada y convertida en impuesto a los pobres, con su condena añadida de deuda futura.

Otro ejemplo de ese inicial “lavado verde” extendido a los planos social y de gobernanza es que el COVID19 ha multiplicado las llamadas de los gobiernos a “no dejar a nadie atrás”, cuando la pobreza crecía por doquier. Claro que sin explicar cómo pagaremos al final los también cerca de 20 billones de euros comprometidos para la recuperación. Al contrario, las dos cumbres del G20 que reunieron a finales de mayo y a mediados de noviembre a jefes de estado o de gobierno de economías que suponen el 85% del PIB mundial, dieron otra vez largas a las medidas planteadas para que las big tech paguen impuestos en los países donde operan y donde usan sus infraestructuras y capitales humanos, forjados con recursos públicos. Entre tanto, esa veintena de gigantes de EEUU y China, inexistentes o irrelevantes hace dos décadas, capitalizaban ya un tercio del valor de los mercados norteamericanos, gracias en parte a esos 20 billones comentados de ayudas monetarias y fiscales.
Para evitar esos y otros disparates surgieron los criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ASG, ESG en inglés). Y los informes no financieros que las grandes cotizadas europeas y de otros países deben difundir, junto con sus resultados económicos, como por imperativo legal hacen las cotizadas españolas desde 2018: tarde y regular. Pero carecen de regulaciones, imprescindibles para su necesaria coherencia, y no es posible la aplicación de un standard internacional, con indicadores estadísticos que midan objetivamente tales impactos.

Sin todo ello no hay forma rigurosa de comparar el carácter sostenible de las inversiones ¿Resultado? La ley de la selva, pues ni el mínimo cumplimiento legal obligatorio ni la RSC y sus criterios ASG voluntarios cuentan con medidas rigurosas. Así, es visto como más sostenible quien más invierta en publicidad, en rating o ranking o en otros inventos reputacionales. Uno de esos rating al uso, Morningstar, adoptado según dicen por más de 34.000 fondos, ha dicho al empezar el otoño de 2020 que la mayoría de los fondos sostenibles habían superado a los fondos no ASG en inversiones a uno, tres, cinco y diez años.
Sucedía que el mundo de la inversión por fin asumía lo que centenares de investigaciones académicas habían demostrado los últimos años: la mayor rentabilidad y estabilidad a largo plazo de las empresas ocupadas en integrar y satisfacer los intereses de las partes (desde propietarios a trabajadores y consumidores, pasando por proveedores, financiadores, etc). Pero en vez de buscar serias evidencias empíricas sobre el impacto de esa inclusión, las empresas se han lanzado a vender pura reputación a inversores y opinión publica en general.

En efecto las grandes empresas multinacionales, y muchas más desde la famosa declaración de agosto 2019 de la Business Roundtable. dicen poner ese “propósito” en primer plano. De ahí que haya surgido la imperiosa necesidad de separar el grano de la paja. Así lo entendió también McKinsey al convocar el pasado 2 de diciembre, su webinar titulado significativamente Purpose vs PR: how business can find meaning in the COVID-19 era. Con el fin explícito de lograr que el compromiso vaya más allá de la palabrería.

Al día siguiente, una docena de sus analistas difundían el documento Purpose, not platitudes. en el que se centran sobre todo en el poder inclusivo de los líderes ante sus empleados, aunque tampoco faltaban tópicos entre las interesantes aportaciones de la docena de autores, a quienes pregunté por qué no incluir también a los consumidores, pues a la cabeza de algunos rankings de sostenibilidad (incluidos los de índices bursátiles) aparecen empresas que también lideran las reclamaciones de los consumidores. Espero escribir otro artículo con sus respuestas.

En lugar de tomar medidas para subsanar esas carencias, los gobiernos, incluido el español, aceptan -por ejemplo- no aplicar esos criterios e indicadores en el reparto de las gigantescas ayudas públicas para la reconstrucción y resilencia del COVID 19. Al igual que ocurre en el caso de los impuestos a las digitales, o de la tasa Tobin, en que se han asumido como propios argumentos vendidos por los lobbies también en foros previos, como la OCDE.
El problema, a solucionar algún día en foros intergubernamentales –cuando se reconstruya la gobernanza mundial– será probar la medición de impactos, incluso invirtiendo la carga de la prueba. Lo propusimos hace ya años en conferencias públicas en diversas universidades, organizaciones de consumidores, colegios profesionales de economistas, el Foro de Economía Progresista, el Observatorio de RSC, etc. O al dictaminar en el CESE –formado por representantes de empresas, sindicatos y organizaciones de consumidores y ONGs de los 28 países– proyectos europeos como el de la unión bancaria, en 2012, el de la unión fiscal, en 2014, y el de finanzas sostenibles, en el 2018. Entonces propusimos también vincular las ayudas a dicha información. Nulos resultados por ahora, con la salvedad de que en 2020, el vicepresidente español Carlos Trías y su experto para esas tareas habíamos perdido batalla y empleos. No será por falta de necesidad ni de disponibilidades tecnológicas, pues herramientas como el blockchain permiten convertir a todos los stakeholders en analistas-evaluadores para crear plataformas libres del conflicto de interés como sería algún tipo de Trip advisors del cumplimiento legal obligatorio y de la RSC voluntaria, en cuyo diseño colaboramos también sin éxito con ingenieros informaticos como Hervé Falciani.

“La Unión Europea anuncia ahora, para marzo próximo, reglas que obliguen a los administradores de activos a pasarlos por la ASG y sus taxonomías, aunque la poderosa EFAMA ha logrado demorar su difusión, después de que la pesadilla de Trump relegara el regular esa inversión ASG”

Al contrario, las grandes cotizadas pierden analistas financieros y esa fuga de profesionales capaces de contrastar la información financiera y no financiera se demuestra académicamente dañina para la innovación y la ciencia, mientras economistas y grandes firmas que intentan sortear el conflicto de interés entre la auditoria y la consultoría libran sus batallas por la influencia ante reguladores y supervisores. Seguimos a la espera de un estándar internacional como el que reclama ahora el CFA Institute, que entrará en un mercado ya abarrotado de ratings ASG. Años antes, la Asociación de la Industria Eurosif había lanzado su estándar de divulgación voluntaria ESG, en 2008, mientras la Organización Internacional de Comisiones de Valores (IOSCO por sus siglas en inglés) ha anunciado su propio impulso a las normas de información de sostenibilidad.

La Unión Europea anuncia ahora, para marzo próximo, reglas que obliguen a los administradores de activos a pasarlos por la ASG y sus taxonomías, aunque la poderosa EFAMA ha logrado demorar su difusión, después de que la pesadilla de Trump relegó el regular esa inversión ASG. Ahora, algunos pretenden que Biden involucre también a China. Ojalá los lobbies manejen esto con menos éxito del que han tenido en demorar la imposición digital: mientras las big tech se enriquecen con los datos personales de todos, cumplen años sin dar datos fiscales propios ni contribuir a un mundo que ya depende de ellas.

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Dos promesas a examen: los 0DS 2030 y el “propósito” en la RSC

La mayor paradoja de esta situación es que se registra en plena pandemia, cuando las políticas de sostenibilidad son más necesarias, al empezar una década decisiva para la ejecución del otro compromiso global, este público o intergubernamental, formulado en el marco de las Naciones Unidas. Este pacto afecta especialmente a casi todas las administraciones nacionales y regionales que lo asumieron: los objetivos de desarrollo sostenible 2020-30 (ODS), formulados al vencer en 2015 el previo pacto del milenio 2000-2015. Sus 10 ámbitos y casi 300 metas reflejan las políticas de sostenibilidad (y por tanto sus principales dimensiones: intergeneracional, ambiental, social y de gobernanza, además de económicas), definidas junto a sus indicadores por primera vez, como todas las anteriores, en la Cumbre de Río 1992 de la ONU, gracias al impulso de la Unión Europea, que a partir de entonces incrustó la sostenibilidad en sus propios tratados.

Nivel de involucración de los órganos de administración y gestión

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Fuente: Alberto Andreu, 2020

El compromiso privado o de las empresas es más informal en muchos sentidos que el de los gobiernos, aunque tiene similares fundamentos, si bien nació incluso antes, pues ha cumplido 70 años. Su máxima expresión reciente llegó el 18 de agosto de 2019 con la famosa de declaración de la Asociación de 190 multinacionales norteamericanas Business RoundTable (ver Consejeros nº 155) que marcó un hito en el gobierno corporativo. Firmada por presidentes o CEOs de 181 de las 190 empresas asociadas (apenas quedaron fuera Alcoa, Blackstone, General Electric, Kaiser, NextEra, Parker Hannifin y State Farm), declaraba como prioridad o propósito de sus empresas satisfacer al conjunto de los intereses involucrados en ellas (los stakeholders) y no sólo a los accionistas.

En el mismo agosto de 2019 surgía en Biarritz otra iniciativa similar pero con presencia de multinacionales europeas y apoyo multilateral, la Business for Inclusive Growth (B4IG), formada por empresas como Danone, Accenture, Axa, Basf, Sneider, Unilever, la mexicana GinGroup y otras muchas de EEUU. Era patrocinada por la presidencia francesa del G7 y supervisada por la OCDE, foros con amplia presencia de Alemania, Francia, Italia y Reino Unido. Semanas después, en septiembre nacía al abrigo de la ONU en Nueva York otra coalición de multinacionales, sociedad civil y líderes de la ONU, en este caso centrada en reducir la temperatura global en 1,5 grados.

Asimismo, en enero de 2020, y compensando la negativa del fondo Blackstone de suscribir la declaración de la BRT, se decidía a girar su estrategia inversora hacia la sostenibilidad otro fondo muy presente en España, Blackrock, menos interesado en lo inmobiliario que en las empresas del IBEX35 (con participaciones de entre el 9% a casi el 4% en Banco Santander, Gamesa, BBVA, Telefónica, ACS, AIG (Iberia),Técnicas Reunidas, Euskaltel, etc). Un año antes, su CEO, Larry Fink, ya anticipaba en una carta a sus directores de inversión que la sociedad está esperando cada vez más que las compañías, tanto públicas como privadas, (cotizadas y no cotizadas) aborden asuntos sociales y económicos apremiantes. Estos asuntos van desde la protección del medioambiente hasta la eliminación de la desigualdad de género y racial, entre otros.

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¿Pagar a una empresa de publicidad o fomentar la participación e inclusión?

En pocos meses se ponía así broche de oro a un largo debate, como el citado de McKinsey y el propiciado por la explosión de la inversión sostenible, antes y después del COVID 19. Es un debate sobre la RSC como el vivido en el siglo XIX al limitarse la responsabilidad de la empresa, que en su convergencia con el de la sostenibilidad ha transformado en 70 años los consejos de administración, ocupados de manera creciente tano en fijar estrategias a largo plazo como en vender con o sin cuantificar su RSC y sus consiguientes políticas de sostenibilidad, como resumieron en España A. Andreu Pinillos y J. Fernandez Mateo.

El resultado es que, cuando la pandemia hace imperativas la RSC y la sostenibilidad, en vez de medir los impactos en todos los intereses involucrados en la empresa, o en la organización en general, se ha extendido a modo de alternativa bizantina la de profundizar en el significado del propósito. Muchos no habían asimilado aún las diferencias entre misión y visión de la empresa y ahora se pierden en esa nueva ruta de intangibles, que cada día aportan más valor que los activos tangibles. Así, por ejemplo, la empresa francesa Thales, en vez de pagar publicidad por añadir a sus argumentarios reputacionales el propósito –un concepto ya considerado hasta por algunos académicos más elevado que el de la misión/visión– dedicó seis meses de consultas (a casi la mitad de sus 83.000 empleados) para que al fin su CEO, Patrice Caine, pudiera resumir la idea en estas palabras: “Construir un futuro confiable para todos”.

“Sexo, mentiras, y declaraciones de misión”, titulaba en 1997 C. Bart su análisis de 88 grandes empresas USA. Hoy, en su estudio sobre “los valores” de 700 empresas, MIT Sloan Management Review concluye que “los datos no muestran ninguna correlación entre los valores oficiales y la cultura corporativa”

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La falta de confianza, resultado del capitalismo actual del modelo VICA

Pero hoy irresponsabilidad, insostenibilidad y falta de confianza dominan por doquier e imprimen carácter a ese responsive capitalist de la BRT que ha extendido volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad, como revelan los libros de negocios más premiados al terminar 2020 por FT y McKinsey.

Sexo, mentiras y declaraciones de misión, denunciaba en 1997 el investigador canadiense Chris Bart, fundador del Caribbean Institute of Directors, tras haberlas solicitado a los altos directivos de 88 grandes empresas norteamericanas, concluyendo que ‘la gran mayoría no valen ni el papel en que están escritas’. Ese es el balance que apuntan, al cumplir un año la pandemia, muchos estudios. Entre ellos el de 700 empresas publicado por MIT Sloan Management Review para examinar los valores: “Los datos no muestran ninguna correlación entre los valores oficiales y la cultura corporativa”.

Los impulsores éticos son 3 veces más importantes para la confianza de la empresa que la competencia

Porcentaje de variación predecible en la confianza explicada por cada dimensión

Gráfica Confianza
Fuente: Autor
Estudio de seguimiento de la gestión de confianza de Edelman de 2019, datos de la población general de EEUU, Reino Unido y Alemania, recopilados entre enero y diciembre de 2019, basado en 40 empresas importantes.

Hoy se ha generalizado el consenso de que la pandemia acelera las tendencias de procesos previos como la transición digital y verde, pero al menos las grandes big tech han contribuido a extender más algunos problemas que las soluciones, a diferencia por ejemplo de otros sectores beneficiados por la triple crisis (económica y política), como anticipamos en Consejeros al empezar el COVID 19. Llovía sobre mojado, pues ya antes de las restricciones a la movilidad que favorecen esos procesos el barómetro de la consultora Edelman daba el triple de importancia en las grandes compañías a la confianza que a la competencia. A través de su macroencuesta concluía que la ética de la que depende esa confianza –acuñada mediante la integridad, disponibilidad o propósito– importa un 76%, frente al 24% atribuido a las habilidades de la competencia.

“Según el estudio ‘A Test of Corporate Purpose’, los signatarios de aquella declaración de la Business Roundtable no han actuado este primer año mejor que otras empresas. Ni en la protección del empleo, ni en la de los derechos laborales, ni en la seguridad en el lugar de trabajo durante la pandemia. Ni se distinguieron en la búsqueda de la igualdad racial, o de género”

Algunas otras de sus conclusiones no eran menos estremecedoras: la crisis global de confianza se reflejaba en que el capitalismo hoy existente daña, más que beneficia, según la opinión de la mayoría de los consultados (56% de media, 60% en España); mayorías imperantes en 22 de los 28 principales países consultados, sin apenas diferencias entre pobres y ricos de los cuartillos inferior o superior. Sí había una buena noticia: era menor que nunca la confianza en las instituciones (gobierno, medios de comunicación y ONG), pero las empresas habían mejorado en confianza. Esa misma impresión es la volcada los últimos meses sobre el aumento de las desigualdades por entidades como el FMI, el Banco Mundial, la OCDE, la OIT, la Unesco, la OCDE, la CEPAL y un largo etcétera de organizaciones multilaterales o fundaciones y analistas privados. En síntesis: los signatarios de aquella declaración de la BRT y de sus ecos posteriores no han actuado este primer año mejor que otras empresas, pese a la llegada de la pandemia. No lo han hecho mejor ni en la protección del empleo, ni en la de los derechos laborales, ni en la seguridad en el lugar de trabajo durante la pandemia, y tampoco lograron distinguirse en la búsqueda de la igualdad racial, de género o en acabar con otras formas de exclusión.

Estas y otras afirmaciones aún más duras pueden leerse en el estudio A Test of Corporate Purpose (TCP), investigación realizada por ocho expertos en diversas perspectivas de los variados stakeholders, que fueron asesorados por un consejo de 22 representantes de destacadas universidades y entidades como la Fundación Ford, que lo financió, de Morgan Stanley, Liberty Mutual, M&G Investments, Wells Fargo y muchos grandes fondos de inversión y de pensiones occidentales y asiáticos.♦