“A medida que la crisis corroe los fondos propios, la capacidad de resistencia se mina a ojos vista, mientras la banca afronta el dilema de mantener el crédito para evitar lo peor”.

JP Marín Arrese
JP Marín Arrese

Desde que estalló la crisis, los estados de ánimo han experimentado sensibles oscilaciones. Desde el primitivo optimismo que apostaba por un acelerado rebote hasta los más negros augurios. Ahora, se asiste a un moderado optimismo, depositándose todas las esperanzas en una masiva vacunación que permita dejar atrás los efectos de la pandemia, aun cuando surjan de cuando en cuando dudas sobre el riesgo de su enquistamiento. Todos los pronósticos giran en torno a la evolución de la enfermedad, como si vencida la misma la vuelta a la normalidad estuviese asegurada. Más aún. Se razona como si se tratara de una pesadilla pasajera, de un mal sueño, del que despertaremos indemnes. Se tiende a olvidar, con excesiva frecuencia, la magnitud del daño infligido a la economía y la pesada herencia que nos legará este demoledor shock externo. En el mejor de los casos, el prolongado gap de actividad no podrá colmatarse por arte de magia, retornando a la senda anterior tras un mero paréntesis. Un enfoque así omite el papel esencial que juega la demanda como motor de la economía. Aun cuando el aparato productivo se mantuviese intacto, la contracción de las rentas disponibles ejercerá un impacto depresivo que tardará bastante en asimilarse. El incremento en flecha del desempleo, los recortes en los ingresos, la sensible caída en la propensión al consumo, la reducción en los niveles de confianza de los consumidores, dibujan un escenario nada alentador que no mejorará de la noche a la mañana. Por su parte, la marcada degradación de los resultados empresariales se traducirá en niveles de inversión y empleo muy por debajo de lo que se entiende por normales. La recuperación será lenta y lastrada por desajustes que se tardará bastante tiempo en superar.

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